La flamante ley de alquileres acaba de ofrecernos un ejemplo perfecto de una medida bien intencionada que produce exactamente el efecto contrario al buscado por el legislador. Pero este paradójico resultado no es nuevo: en la facultad, por ejemplo, enseñamos que rara vez el contribuyente de iure es el que termina efectivamente soportando la carga de un impuesto, porque por lo general busca eludirlo edosándoselo a otro, que algunas veces es su cliente y otras veces su proveedor.

Lo que subyace a la voluntad de los políticos y explica por qué hay 166 impuestos y 27556 leyes, contando solo las nacionales, es en buena medida el desconocimiento del rol del sistema de precios en la economía. ¿Para que sirven los precios? ¿De que dependen? ¿Qué efectos producen?

El sábado hice esa primera pregunta en la red social de los 140 caracteres y entre 400 respuestas, la que más me gustó fue la del académico y exviceministro de Hacienda, Sebastián Galiani, que tuiteó «El sistema de precios cumple tres funciones; provee información, provee incentivos y moldea la distribución de ingresos»

Los precios, efectivamente, son una señal de escasez, mostrándole a los productores qué es lo que hace falta fabricar y dónde resulta esencial invertir, al tiempo que le señalan a los demandantes la importancia de racionar el consumo, cuando el bien o servicio no abunda.

Como los empresarios quieren ganar dinero y los capitalistas obtener un interés por sus inversiones, los precios los incentivan a dirigir los recuros hacia las actividades donde la rentabilidad es mayor y de allí que no tenga sentido hablar de «un margen razonable de operación», como lo hace la Ley Argentina Digital, salvo cuando se trata de regular sectores donde no es posible la competencia, puesto que por razones tecnológicas son mejor provistos por monopolios naturales, como es el caso de la distribución de luz, agua, gas y teléfono fijo.

En un sistema de precios que funciona correctamente, las actividades que se expanden son las que tienen mayor rentabilidad que el promedio y las que se contraen son las que obtienen menos dividendos que otras inversiones alternativas. Por eso si un legislador congela el precio de un producto para que este llegue a mas gente, lo más probable es que consiga el efecto contrario, puesto que los empresarios preferirán tomar más riesgos en otras compañías, o peor aún, en otras latitudes.

Al mismo tiempo, un precio que se licua por la inflación se abarata con respecto al resto, incentivando a los consumidores a sobredemandarlo, lo que ocasiona que el servicio se sature, tenga interrupciones o se corte, redundando en una peor calidad para todos.

Pero también es cierto que los precios, como explicaba el Profesor Galiani, moldean la distribución del ingreso, primero porque los factores productivos ocupados en actividades que se están expandiendo, al ser más deseadas por los consumidores, ganan más, pero segundo porque del otro lado del mostrador somos todos consumidores y si el Gobierno abarata de manera artificial un conjunto particular de bienes o servicios, mejora la capacidad adquisitiva de los compradores de esos productos y eso parece ser para muchos el atractivo principal de la regulación de precios, sobre todo cuando se considera que los valores de mercado pueden ser excesivamente altos para algunos sectores de bajos ingresos.

Esto nos lleva al que probablemente haya sido el error principal en materia económica de este gobierno en materia tarifaria, pero también de los dos anteriores, porque nunca lograron explicar una cosa tan simple como que cada uno tiene que pagar lo que consume y que el Estado solo debe ayudar a los que no pueden.

Con una pobreza oscilando el 40%, la mitad de los chicos que no terminan el colegio y una tercera parte de los hogares sin cloacas, cualquier subsidio del Estado a los que pueden pagar es inmoral, sobre todo cuando reparte el dinero que no tiene y que acaba imprimiendo en la maquinita de producir inflación y devaluación.

La mejor manera de asegurar un acceso universal a los servicios esenciales en actividades que no son naturalmente monopólicas es incentivando el ingreso de más actores al mercado, que multipliquen la competencia, pujando por ofrecer un mejor servicio a un precio más barato, aumentando además las opciones para los consumidores. Incluso algunos de esos actores pueden ser empresas públicas o cooperativas locales, sin fines de lucro. Si el Estado fija los precios rompe ese incentivo y cuando los congela en una economía inflacionaria, consigue el resultado opuesto: menos empresas participando. No hay ninguna experiencia en la historia en que un mercado con precio congelado haya logrado aumentar la competencia.

Los subsidios, por su parte, tienen que ir a la demanda y como ha sugerido el profesor Fernando Navajas, tienen que ser de un monto fijo, para alinear los incentivos de todos los consumidores en el margen, comprometiéndolos a valorar los recursos escasos.

Precios justos

El 18 de julio del 2011, Hugo Chávez, por entonces Presidente de Venezuela, firmaba el Decreto 8.331 conocido como «Ley de Costos y Precios Justos», que en sus considerandos sostenía que «los abusos flagrantes del poder monopólico en muchos sectores de la economía han originado que la base de acumulación de capital se materialice en los elevados márgenes de ganancia que implica el alza constante de precios sin ninguna razón más que la explotación directa e indirecta del pueblo». No necesito contarles como terminó esa experiencia.

Nueve años después, Alberto Fernandez, también por decreto, congela y fija los precios de los servicios digitales; tecnologías de la información y telefonía celular.

Allí donde debe aumentar la competencia y fomentar las inversiones, reduce ambas, so pretexto de la pandemia, pero con el objetivo real de evitar que el billón y medio de pesos que emitió el Banco Central, acaben filtrándose a los precios y acelerando la devaluación.

Resulta paradógico porque, según datos del Indec, tanto en internet como en telefonía celular, la Argentina tiene cobertura casi universal y de acuerdo al sitio inglés de comparaciones digitales cable.co.uk solo hay 16 países con la conexión a internet más barata que la Argentina en el mundo, incluso usando el tipo de cambio oficial. Más aún, a pesar de tener una de las cuarentenas más extensas del planeta, la red respondió relativamente bien al pico de demanda y la velocidad de internet solo se redujo en promedio 11,5% muy por debajo de la caída observada en China, Finlandia, Israel, Holanda y Nueva Zelanda. En celulares, de acuerdo a la misma fuente, también nuestro país está en el club del 25% de naciones más baratas.

Es cierto, no obstante, que en el ranking de velocidades, la Argentina está en la cola, porque se tarda en promedio 4 horas en bajar una película de 5GB, mientras que en Taiwan o Singapur se necesitan menos de 10 minutos, pero es justamente este indicador el que más se verá afectado si se congelan las tarifas y se agregan usuarios sin hacer más inversiones.

Es probable que tanto Chavez como Fernandez hayan tenido buenas intenciones y ojalá fuera posible gobernar los precios por decreto, puesto que entonces subiríamos los salarios y bajaríamos los alquileres, la comida, la educación, la ropa, la salud y los impuestos. También los celulares y el abono de internet. Nadie podría oponerse a una propuesta tan loable. Pero los precios, como la información que constituyen, no son justos ni injustos, son datos sobre los cuales se basan las decisiones de los consumidores y los productores.