«No veo que la cultura sea un pedacito que hay que atender después de negociar la deuda externa o después de establecer la emergencia alimentaria. Todo esto hay que resolverlo con absoluta urgencia y empuje del gobierno, pero esto no implica que la cultura sea la que deba esperar. La cultura es lo que nos baña, nos identifica, lo que nos hace hablar como hablamos y discutir como discutimos. Por lo tanto, yo diría que no es lo último. La cultura es la estructura secreta de todo lo que se hace, incluso en materia de economía.»

La frase le corresponde a Horacio González, el intelectual responsable de construir la justificación teórica del kirchnerismo. Más que justificación; parafraseándolo, podríamos decir que fue el encargado de edificar la estructura secreta de las ideas, que soportó todo lo que hizo el gobierno anterior.

En tiempos líquidos, de coyunturas urgentes, de crisis profundas, de inestabilidad permanente, hablar del largo plazo resulta presuntuoso, descolocado, inoportuno. La demanda social pasa por el precio del dólar, por conocer la anatomía de las regulaciones que permiten comprarlo, los efectos colaterales de su última suba. Pero esta crisis pasará, como pasaron las catorce anteriores. Y sobrevendrá la decimoquinta, a menos que encontremos la forma de engañar al meme, si se me permite usar el término inventado por Richard Dawkings para referirse a la replicabilidad de las ideas, en forma análoga a los genes.

Esta semana me hicieron en una conferencia la pregunta del millón: ¿Cuándo se jodió Argentina ? No encuentro, para ser honesto, un hito. No coincido con José Sebrelli en que haya sido el 4 de junio del 43, cuando un golpe militar llevó a Perón al poder de los ministerios. Creo que mas bien que hubo dos hechos; el primero es que cuando el mundo se reabrió al comercio luego de la segunda guerra nosotros elegimos seguir con el programa de sustitución forzada de importaciones que impuso la crisis del 30 y, en segundo lugar, que quisimos acompañar el crecimiento de los estados de bienestar de la segunda mitad del siglo pasado, pero nunca pudimos conectar esa ampliación de derechos con la necesidad de financiarlos.

En parte creo que hubo un hecho azaroso responsable de eso; el récord de términos de intercambio entre 1946 y 1951. El movimiento político que estaba en el poder entonces, aprovechó esa coyuntura y apoyó sobre ella una construcción simbólica espectacular, que en el terreno de las ideas conectó la abundancia coyuntural con las medidas tomadas por el gobierno, dando nacimiento a una nueva ideología. Si los precios de las cosas que le vendíamos al mundo, de repente valían 50% mas que en la década anterior, había plenitud de divisas y por lo tanto era posible sostener altos salarios en dólares, que por primera vez en mucho tiempo pusieran al alcance de la clase trabajadora los bienes aspiracionales que hasta entonces estaban reservados a la burguesía. Cuando los precios internacionales se derrumbaron y el poder de compra de nuestras exportaciones volvió al nivel que tenían antes, sobrevino el ajuste del 52. Los precios volvieron a mejorar al año siguiente, para caerse nuevamente en 1954 y permanecer en los niveles históricos por los próximos 19 años, pero la mística estaba instalada y la caída de los términos de intercambio en los años que siguieron a la abundancia no hicieron más que reforzar la idea que que existía un posibilidad de conseguir salarios reales más altos por el camino corto de una revolución política, sin transpirar la camiseta de la acumulación de capital, sin recorrer el largo camino del desarrollo tecnológico, que requieren el esfuerzo del ahorro y la paciencia del tiempo.

La historia volvió a repetirse. Los términos de intercambio volaron en 1973, pero la suerte duró solo un año y la economía tuvo que esperar hasta 2006 para encontrarse nuevamente con precios internacionales súper favorables, que esta vez duraron hasta 2014, con un ligera interrupción en la crisis del 2009. En cada uno de esos momentos hubo un relato épico de la lluvia y una demonización de la sequía. En esas construcciones está el gen, o mejor dicho el meme, de la decadencia argentina.

Para que esa cultura persista en el tiempo e incluso sea capaz de reinventarse es preciso reescribir la historia y Horacio González acaba de dejarlo claro en una entrevista reciente donde dijo que «Hay que reescribir la historia argentina pero no en esa especie de neoliberalismo inspirado en las academias norteamericanas de los estudios culturales, donde hay una multiplicidad graciosa y finita. SIno que tiene que ser una historia dura y dramática, que incorpore una valoración te diría positiva de la guerrilla de los años 70 y que escape un poco de los estudios sociales que hoy la ven como una elección desviada, peligrosa e inaceptable.»

No voy a caer en el error simplón de juzgar anacrónicamente a los movimientos guerrilleros de los 70, con la óptica de los valores actuales, pero lo que estaba en juego entonces era justamente la posiblidad de reemplazar ese pacto social brillantemente resumido en la pluma de Alberdi, que puso de pie a la Argentina y permitió incluir millones de inmigrantes con oportunidades para todos, por un conjunto nuevo de reglas que negaban la democracia, la propiedad privada y la libertad, en pos de la construcción de un hombre nuevo.

Reescribir la historia no es solo un intento de afeitar al Che Guevara; es la base del edificio que busca llevarse puesta la Constitución Nacional.

Artículo publicado en ELDÍA.com el 29/09/2019