Fuente: EL ECONOMISTA

El tipo se acercó lentamente a la caja. Mientras se evaporaba la fila miró de reojo la pizarra con los precios y disparó: “Un combo Big Mac”. Grande fue su sorpresa cuando apareció la tradicional hamburguesa con Coca-Cola Zero y una porción de ensalada. “Pero, ¿cómo? ¿No venía con fritas?”, masculló el cliente. “No, a partir de ahora viene por default con ensalada y Coca Zero, pero si usted quiere se la puedo cambiar”, replicó la empleada fingiendo una amabilidad exagerada para el empeño de quien recibe $ 26 por hora.

La escena transcurre en el año 2015, en un país cuyo Ministro de Salud cursó una materia con Richard Thaler, uno de los padres intelectuales de la economía del comportamiento y autor de “Nudge”, un clásico de ese campo que explora pequeños cambios en el diseño de la arquitectura de elección que, sin modificar el conjunto de posibilidades de los individuos, puede lograr que éstos se comporten de una u otra forma en una especia de “paternalismo libertario”.

El solo cambio del statu quo (poner la ensalada y la bebida light en el combo) hace que mucha más gente termine eligiendo la opción menos calórica, del mismo modo que establecer que el salero no quede automáticamente puesto en la mesa, hace que la gente termine usando mucha menos sal, incluso cuando siempre tienen la posibilidad de pedírsela al mozo.

Dan Ariely, otro producto de la mezcla de la economía y la psicología, ilustró el efecto con un tema mucho más sensible: la donación de órganos. El profesor de la Universidad de Duke mostró en su blog que en los países en los que la legislación presume que todos somos donantes (salvo que declaremos expresamente nuestra objeción) sólo un pequeño porcentaje de la población opta por no donar (14,1% en Suecia, y menos del 1% en Portugal, Francia, Austria y otros), mientras que en las naciones en las que el statu quo es que somos no donantes, a menos que taxativamente manifestemos nuestra voluntad de serlo, se invierten drásticamente los resultados y muy pocos terminan siendo solidarios con la desgracia ajena (4,25% en Dinamarca, 12% en Alemania y 27,5% en Holanda).

No es casual, por ejemplo, que cuando en 1994 se privatizaron las jubilaciones en la Argentina, la ley estableciera que los que expresamente no manifestaran su voluntad de quedar en el sistema público serían automáticamente sorteados a una AFJP. A los efectos de un planificador benevolente, lo mismo habría dado si el default hubiera sido el inverso, esto es, pasa al sistema privado sólo el que declara la voluntad de hacerlo. Pero, claro, sabemos luego de los experimentos de Thaler y los estudios de Ariely que el final no habría sido el mismo.

Los subsidios

Lo que resulta increíble dado el alto conocimiento de esta literatura es que en noviembre del 2011, cuando el Gobierno decidió comenzar a resolver el doble problema que ocasionaba el atraso tarifario, por la distorsión en los precios relativos y por el creciente costo de financiamiento, haya implementado un sistema de renuncia voluntaria al subsidio en el que el default era que todos mantenían el subsidio, salvo que completaran un formulario indicando que no lo querían más. El tiempo pasó y como sugiere la teoría, menos de 35.000 personas se sumaron a la iniciativa, aunque las controversias en torno del cepo cambiario y otros problemas de la economía lograron disimular el desacierto.

El problema es que la factura se ha venido engrosando desde entonces y según un informe reciente del IARAF los subsidios pagados por el Gobierno Nacional cerrarán 2013 en torno a los $151.943 millones (5,2% del PB), y cubren por completo los $ 104.151 millones de emisión monetaria destinada a financiar al Tesoro (suponiendo que continúe la tendencia de 2013 durante diciembre). De allí que el Gobierno tenga una oportunidad de sanear las cuentas públicas, relajar su presión sobre el BCRA y de ese modo presentar una meta de inflación creíble (o, por caso, de Tipo de Cambio Real –TCR-, lo mismo da) que ayude a morigerar las expectativas, si es que logra reducir drásticamente los subsidios.

Estrategias

Para lograrlo sin generar conflicto social, debe aprender de Ariely y Thaler, eliminando los subsidios a todos los que no manifiesten expresamente en un plazo de 30 días su intención de continuar recibiéndolos. A los efectos de reforzar el éxito de la propuesta, los hacedores de política pública del Gobierno podrían ver la conferencia TED de Alex Laskey y aprender que la gente ajusta sus comportamientos en función de lo que hace su grupo social de referencia (los vecinos por ejemplo), de modo que cuando un sujeto entra al sitio donde debe llenar el formulario pidiendo que se le mantenga el subsidio, la página podría mostrar mensajes informándole cuánto pagan otros ciudadanos como él, pero que no tienen subsidio, junto con la pregunta: ¿Todavía quiere pedir el subsidio?

Si en individuo insiste, se le podría mostrar un mensaje con un gráfico que le indique cuantos de sus vecinos han pedido el subsidio (que, por diseño, al principio serán muy pocos), junto con el mismo cartel anterior: ¿Todavía quiere pedir el subsidio? Por último, un tercer cartel podría informarle al ciudadano que para mantener su subsidio el Gobierno debería bajar sus gastos en programas sociales como los que han sacado de la calle a Fulano de Tal (con nombre, apellido y foto).

En una brillante investigación, Paul Slovic ha demostrado que cuando se identifica individualmente al beneficiario (o víctima) de una acción, la gente muestra mucha más sensibilidad que cuando la referencia es a un grupo. Flanqueado el último cartel de “¿Todavía quiere pedir el subsidio?” los beneficiarios podrían mantenerlo, pero la psicología aplicada a la economía nos enseña que poca gente persistirá en la demanda. Ciertamente la propuesta así implementada lograría mucho más que las 35.000 bajas de subsidios que obtuvo la propuesta del Gobierno que, con idéntico conjunto de elección, erró la opción de default.