Mercedes Ramón Negrete es un tipo de suerte. El diez de abril de 1972, este obrero textil de origen paraguayo controló los trece partidos del concurso de pronósticos deportivos, más conocido por su sigla PRODE y se le heló la sangre.
“No puede ser…venga Fabiana, ayúdeme” le ordenó a su mujer, que trabajosamente acomodó su generosa anatomía en la silla lindera.
Repasó una y otra vez la boleta y se convenció, era el ganador del millonario pozo, de una magnitud equivalente a un Loto o Quini 6 actuales.

Es probable que ese año haya sido el más feliz de su vida. Dejó a su mujer, retornó a su tierra natal, hizo varias inversiones y se cansó de contar billetes.

La dicha, por desgracia duró poco y no porque la falta de educación de Negrete lo condenara a dilapidar su dinero, algo que sucedería a la postre, sino por uno de los hallazgos más notables descubiertos por la Psicología, denominado “efecto habituación”.
Este acostumbramiento a las nuevas condiciones es en realidad una característica fundamental que permitió a lo largo de los años nuestra supervivencia como especie, tal y como lo demostró uno de los primeros científicos en estudiar este tema, el Profesor Richard Thompson del Departamento de Psicobiología de la Universidad de California.

La idea es que los cambios en el estado de ánimo que llevan a que nos sintamos más o menos felices, son respuestas de nuestro organismo ante una novedad que exige de nuestra parte cierta acción compensadora, para restaurar el balance con el ambiente, del mismo modo que lo haría un termostato.

El fenómeno es además, naturalmente simétrico, corre para las buenas pero también para las malas, y ello explica por qué las personas que hacen los trabajos más desagradables, como limpiar inodoros, o preparar cuerpos para un velorio, no son menos felices que los que pasan sus días tranquilamente sentados detrás de un escritorio.

Incluso cuando la desgracia golpea a nuestra puerta súbitamente, también terminamos habituándonos tarde o temprano, como descubrió el Psicólogo Phillip Brickman en un estudio en el que entrevistó 22 ganadores de lotería y 29 personas que habían quedado parapléjicas luego de sufrir diversos accidentes, descubriendo que al cabo de un tiempo del evento crucial todos volvían a reportar niveles de felicidad similares a los que declaraban antes de esa circunstancia que les cambió la vida.

Este efecto habituación explica además por qué los habitantes de los países con mayor pbi per cápita no son necesariamente más felices que los que viven en naciones más pobres, del mismo modo que tampoco las generaciones actuales que disfrutan de ingresos muy superiores que los de nuestros padres tenían hace 25 años atrás, se sienten más a gusto con sus vidas. Un simpático investigador de la Universidad de Southern California, llamado Richard Easterlin, se encontró por sorpresa con este resultado cuarenta años atrás mientras intentaba ponerle precio a la felicidad y es el culpable de que dediquemos un amplio capítulo de este libro a ver qué es lo que entonces nos hace felices.

¿Nunca importa el ingreso? ¿Cuánto pesan la inflación y el desempleo en la felicidad? ¿Somos envidiosos de lo que ganan los otros? ¿Nos hará más felices ponernos de novios con una pareja estable o buscar tener sexo con la mayor cantidad de personas que nos sea posible? ¿Y la religión, y la actividad política, y el gimnasio, el trabajo, la familia?

¿Qué es lo que la ciencia demostró que realmente nos hace felices?

Pero las relaciones ente la economía y la psicología no terminan en la felicidad. En Noviembre del 2002 la Academia Sueca le entregó el Premio Nobel de Economía a un Psicólogo israelí, llamado Daniel Kahneman, quien luego de efectuar cuantiosos experimentos demostró que cometemos errores, o sesgos, de manera sistemática a la hora de tomar decisiones y sobre todo cuando lo hacemos en contextos con mucha incertidumbre. Parece que simplemente usamos reglas, o heurísticas, que nos funcionan, aunque no nos permitan alcanzar los mejores resultados

Uno de esos sesgos, por ejemplo, es el de representatividad. Este Profesor de la Universidad de Princeton descubrió que tenemos la propensión a creer que la realidad que nos rodea es representativa del total del país, cuando en verdad tendemos a juntarnos con personas de nuestro mismo nivel socioeconómico, que además suelen pensar como nosotros y compartir muchas de nuestras prácticas.

En una investigación que acabamos de publicar con Guillermo Cruces del CEDLAS y Ricardo Perez Truglia de Harvard, hicimos una encuesta a una muestra de vecinos representativos del Área Metropolitana del Gran Buenos Aires, en la que el entrevistador les preguntaba: “En la República Argentina hay aproximadamente 10 millones de familias. ¿Cuántas familias con menores ingresos que la suya cree que existen?”.

De manera interesante, las respuestas proporcionadas por los miembros de los hogares de los barrios más humildes no diferían en la medida esperada de aquellas de los hogares situados en entornos más favorables.

Si se comparan las respuestas de unos y otros, tanto los que están más arriba como los que están más abajo, creen estar más “al medio” de lo que realmente están. En otras palabras, tanto los pobres como los ricos creen que hay más hogares parecidos a los de ellos y no tienen una noción real de cuál es su posición en la distribución de los ingresos.

Y esto es mucho más que una anécdota cuando se trata de la economía de un país. Porque las personas de altos ingresos creen que son de clase media y que por ende son otros (más ricos que ellos) quienes deben pagar más impuestos. Los de bajos ingresos no les exigen a los gobernantes la implementación de políticas más redistributivas porque no advierten que ellos serán los principales beneficiarios.

Otro hallazgo notable de Kahneman es que por distorsiones en nuestro sistema de memoria no recordamos exactamente lo mismo que experimentamos y entonces no hay manera de asegurar que tomemos decisiones correctas en nuestras vidas. Prueben escribir en un cuaderno un relatos de sus últimas vacaciones y verán que les alcanza con un par de hojas porque buena parte del tiempo transcurrido simplemente se ha borrado de nuestro recuerdo, cuando no hemos directamente tergiversado lo que en realidad pasó.

Que no recordemos algunos momentos de nuestras vacaciones puede ser trivial; quizás terminemos sobrevalorando lo bien que la pasamos y gastando demasiado dinero en el próximo receso laboral, pero que fragüemos las memorias de nuestra última relación amorosa, puede llevarnos a cometer el error de reincidir en una pareja que en rigor no funciona.

Los problemas con la memoria no quedan allí; sabemos por investigaciones de Psicólogos Cognitivos como Endel Tulving, que no tenemos una sola memoria, sino un sistema con distintos almacenes donde guardamos diferentes informaciones.

El funcionamiento del sistema de memoria, será de hecho uno de los ejes de este libro, porque veremos que tanto el marketing como las políticas públicas tienen un efecto que depende del tipo de memoria al que apelen.

Comprender esto nos permitirá entender por qué sube el dólar en nuestro país y por qué no funcionan las campañas de prevención del consumo de cigarrillos, alcohol y drogas, pero también cómo hay que hacer para lograr que la gente se comporte como los hacedores de políticas públicas desean.

El diseño de la arquitectura de elección es la especialidad de otro experto en Economía del Comportamiento, el Profesor de la Universidad de Chicago, Richard Thaler, quien ha estudiado pequeños trucos (nudges) que logran que las personas donen más órganos, consuman menos grasas, ahorren más, gasten menos energía y estén dispuestas a resignar subsidios públicos o comprar un vino más caro en un restaurante.

Todos estos descubrimientos son solo la punta del iceberg del comportamiento, una abundante literatura científica revela cientos de resultados que no coinciden con las predicciones de los modelos económicos tradicionales que se enseñan en la mayoría de las universidades del mundo entero.

Sin embargo, durante muchos años, no obstante la obvia relación que la economía y la psicología deberían haber guardado, ambas disciplinas siguieron caminos diferentes.

Los modelos que se aprenden en las facultades de economía suponen que los seres humanos son máquinas absolutamente racionales, capaces de efectuar millones de cálculos por segundo sin ningún coste, con el objeto de maximizar su utilidad, aun cuando nadie haya podido establecer hasta el momento qué es concretamente la utilidad.

Hay investigaciones más sofisticadas que tienen en cuenta variables como la información imperfecta y los costos de transacción, pero estos estudios siguen sin indagar cómo es que las personas, realmente, toman sus decisiones.

Parten de suponer que los individuos presentan fallas o sesgos en sus conductas por el mero hecho de enfrentar situaciones en las cuales su acceso a la información es deficiente; como les sucede, por ejemplo, a quienes tienen que comprar una computadora o arreglar el auto, puesto que no saben nada respecto de las características tecnológicas (de los procesadores y motores) y tampoco están dispuestos a gastar el tiempo y el dinero que necesitarían para ilustrarse en el tema.

Nadie estudia qué es aquello que las personas efectivamente hacen cuando entran al supermercado o, más importante quizás, qué tienen en cuenta cuando toman decisiones económicas absolutamente relevantes a largo plazo, como por ejemplo cuánto estudiar, qué carrera elegir, qué nivel de esfuerzo dedicar a los estudios, cuándo trabajar y dónde, con quién formar pareja, cuántos hijos tener o cómo preparar su jubilación.

Mejor dicho, estas cuestiones no son objeto de estudio entre los representantes del mainstream de la economía científica, pero sí son tenidas en cuenta por las empresas. Desde la publicación del famoso libro que Vance Packard escribió en los años cincuenta, Las formas ocultas de la propaganda, sabemos que las empresas de primera línea montan sus centros de investigación en la parte trasera de los supermercados y no dejan absolutamente nada librado al azar. Establecen con precisión cuál debe ser la ubicación de los productos en las góndolas, el color de las etiquetas, el precio de las mercancías y la forma de los paquetes. También estudian en detalle quiénes son sus clientes y qué días del mes realizan sus compras, entre otros datos. Sin embargo, los resultados de esas investigaciones difícilmente se publican.

Se sabe muy poco respecto del modo en que las personas toman las decisiones económicas que resultan más importantes para sus vidas. El sector privado prácticamente no contrata economistas para que integren los departamentos de marketing, de fidelización de clientes y de inteligencia comercial, puesto que los modelos que nuestra ciencia ofrece no tienen poder para explicar el modo en que los consumidores efectivamente eligen.

En el sector público, como resultado de la falta de conocimientos más precisos sobre las causas que determinan los comportamientos económicos, la calidad de las políticas diseñadas por los economistas resulta bastante baja, y en consecuencia la sociedad se encuentra a la deriva, en manos de Estados que no logran planificar el desarrollo ni corregir los rumbos indeseados.

En el ámbito de las políticas públicas, por ejemplo, el deterioro de la educación constituye una preocupación general, al igual que los altos niveles de deserción registrados en los distintos niveles educativos, los cuales ocasionan una fragmentación social difícil de revertir. Sin embargo, la comunidad científica –y la clase política– no sabe cuáles son los factores que causan el bajo esfuerzo de los docentes y de los alumnos (salvo honrosas excepciones) y no puede explicar las causas que llevan a los jóvenes a abandonar sus estudios o a elegir una carrera determinada.

El modelo económico tradicional señala que el alumno evalúa mediante una ecuación cuáles son los costos y los beneficios de estudiar, y en función del resultado decide continuar o interrumpir sus estudios. No obstante, como mostró Robert Jensen, los alumnos tienen una distorsión bastante grande respecto de cuáles son las tasas de retorno de la educación. Es decir, no saben cuánto van a ganar cuando se reciban, y las estimaciones que realizan están muy lejos de coincidir con los salarios que efectivamente se perciben en el mercado laboral, porque generalmente sus cálculos están basados en los salarios del grupo reducido de personas que ellos conocen. Más aún, cuando a los estudiantes se les informa cuánto gana en promedio una persona que se ha recibido, como sucedió en un experimento reciente efectuado en un grupo de colegios de Madagascar, son menos propensos a abandonar los estudios.

En nuestras universidades pasa algo parecido en cuanto al análisis de los costos del proceso educativo. La inmensa mayoría de los estudiantes de primer año creen que van a terminar sus estudios en un lapso de aproximadamente cinco o seis años, si bien el promedio de duración de las carreras es de entre ocho y nueve años. Los niveles de abandono de los estudios superiores son pasmosos (se recibe aproximadamente solo el 20 % de los alumnos que ingresan a la universidad), y probablemente esto se deba a que al cabo del primer o segundo año, cuando el alumno puede evaluar la cantidad de materias que efectivamente rindió en ese período, la inconsistencia entre sus previsiones y la realidad se hace patente.
Otro ejemplo de nuestro desconocimiento respecto de las causas que motivan las acciones económicas de las personas está vinculado con las decisiones de participación en el mercado laboral.

¿Qué sucede con las decisiones en el mercado laboral? Un resultado interesante de la reciente literatura sobre la economía del comportamiento señala que, al ser consultadas sobre sus preferencias, la mayor parte de las personas se muestran más de acuerdo con una empresa que otorga un aumento salarial del 10 % en un contexto de inflación del 20 % anual que con otra que reduce los salarios un 5 % en un contexto de estabilidad de precios, si bien en términos de capacidad adquisitiva del salario la segunda empresa es más favorable para los empleados que la primera. Esto ocurre básicamente por dos razones; la primera de ellas es que los seres humanos sufrimos de ilusión monetaria y por ello siempre preferimos ganar más, incluso cuando la capacidad adquisitiva de ese nuevo salario sea en realidad más baja. La segunda tiene que ver con una aversión a las injusticias, por la que rechazamos cualquier recorte salarial cuando este es el resultado deliberado de la acción de alguien (en este caso el empresario, por ejemplo), al tiempo que nos cuesta identificar al culpable de la inflación con la misma facilidad.

Adam Smith, en su famoso libro que constituyó la piedra fundacional de la ciencia económica, cita cinco elementos que explican las diferencias entre los salarios que perciben los trabajadores, y entre ellos menciona el grado en que un trabajo es del gusto de la persona que lo efectúa.

La cuestión es que no se dispone de modelos de mercados de trabajo que incorporen el principio de habituación al estudio de las tareas que realizan los trabajadores, y por ende se desconoce cómo aplicar políticas que administren exitosamente la oferta laboral, dado que si las personas se acostumbran rápidamente a las nuevas condiciones laborales, entonces un cambio en esas condiciones, destinado a atraer más trabajadores, por ejemplo, podría no tener los efectos esperables a priori.

Las tasas de ahorro interno de los países, por mencionar otro ejemplo, son un indicador que se relaciona estrechamente con sus tasas de inversión, las cuales determinan, a su vez, las tasas de crecimiento de sus economías a largo plazo. Por ello, las autoridades de política económica muchas veces buscan modificar las decisiones de ahorro de las familias, pero no poseen modelos apropiados que indiquen qué es lo que determina que una persona ahorre el 10 % de su ingreso en lugar del 20 %, o que no ahorre nada.

Walter Mischel, de la Universidad de Stanford, llevó a cabo un experimento muy interesante en el marco de un estudio realizado con varios niños a fin de analizar los efectos de la postergación del placer.

A un grupo de niños de un jardín de infantes se les ofrecía un bombón de regalo, pero antes de que se lo guardaran, los investigadores les proponían la posibilidad de devolver la golosina a cambio de recibir dos al día siguiente.
Mischel, quien siguió visitando a los alumnos durante varios años, realizó un descubrimiento notable: aquellos que habían postergado el momento de comer el chocolate en busca de lograr una mayor satisfacción posterior (es decir, los más propensos al ahorro) fueron quienes mostraron mejores índices de rendimiento académico en la escuela secundaria.
Lo destacable no es la relación entre paciencia y tasa de ahorro, o entre ansiedad y consumo, sino que este hallazgo está muy relacionado con los resultados del análisis de las evaluaciones de calidad educativa a nivel internacional.

Todos los años, en varios países se llevan adelante dos pruebas estandarizadas que miden el rendimiento de los alumnos en matemática, lengua y ciencias. Las evaluaciones son muy conocidas internacionalmente por sus siglas en inglés, PISA (Programme for International Student Assessment) y TIMSS (Trends in International Mathematics and Science Study). ¿Qué países cree usted que presentan mejor rendimiento académico? Le doy una pista: Estados Unidos no figura entre los primeros puestos. Tampoco se destacan Francia, Australia, Inglaterra o Argentina (que presenta peores resultados que Rumania). Son los países asiáticos los que lideran la mayoría de los rankings: no solo tienen las tasas de ahorro más altas del mundo, sino que además crecen a tasas más elevadas (cabe mencionar que Finlandia también presenta excelentes indicadores académicos, así como una de las tasas de ahorro más altas de Europa).

Así, podría extenderse largamente la lista de ejemplos que muestran la enorme necesidad de que la economía incorpore modelos de la psicología para mejorar su comprensión y explicación del modo en que las personas toman sus decisiones.

Este libro no es sin embargo un catálogo de fallas en el funcionamiento de la mente; de rarezas de coleccionistas mentales.
Estos comportamientos que sistemáticamente nos alejan de lo que haría el homo economicus, son en realidad consecuencia del normal funcionamiento de la mente, y no anomalías, como su nombre lo sugiere y de allí que resulte tan interesante indagar con más profundidad en las aguas de la Psicología Cognitiva, para buscar las bases sobre las cuales se asentará el edificio de la Psicoeconomía.

El estudio de esas aparentes “fallas” en el comportamiento y del modo en que las personas efectivamente toman sus decisiones tiene aplicaciones de suma utilidad en la psicología de las finanzas personales, en el análisis del modo en que las personas razonan cuando enfrentan una elección económica, en la psicoeconomía de la publicidad, en la psicoanatomía de las crisis económicas, en la economía de la felicidad, en la representación mental que la gente hace de las políticas públicas, en la psicoeconomía de las relaciones personales y en su equivalente en la educación, así como en el terreno donde la sofisticación de la mente alcanza su máxima expresión: los comportamientos estratégicos y la teoría de los juegos.

Las áreas de investigación mencionadas probablemente formarán parte de la agenda que resultará de la unión entre la economía y la psicología en los próximos veinte años.