Me gusta despedir el año haciendo un asado. Repito el ritual desde que tengo uso de memoria, con esporádicas licencias. Preparo el fuego temprano, pondero un Malbec, saboreo una rodaja de morcilla y me entrego al ejercicio del balance, pero también de la primera parte de la planificación, esa que tiene que ver con fijar las metas y los objetivos del próximo ciclo.

Es extraño, por que sé que está mal. Soy particularmente consciente de que el brindis no tiene poderes mágicos y que el borrón y cuenta nueva del 31 es un artefacto mental caprichoso. Por caso podríamos hacer como Santiago Bilinkis, que para evitar los cliffhanger de las series, las mira de mitad de un capítulo a mitad del siguiente. Si uno pudiera por ejemplo tomarse vacaciones en un paraíso del caribe durante el mes de julio, tendría la posibilidad de poner el hito ahí. Pero una de las formas de la contabilidad mental separada es la de pensar que el primero de enero pertenece a otra vida distinta, donde se puede empezar de cero.

Por supuesto, este no es el único comportamiento irracional, sino en todo caso la frutilla del postre de un festival de sesgos que contaminan nuestras decisiones.

Kahneman y Tversky eran en los 70, dos académicos desconocidos que exploraban los comportamientos económicos desde la psicología cognitiva. Ambos hubieran compartido el Nobel que finalmente recibió Daniel si el cáncer no se hubiera ocupado de la vida de Amos, seis años antes. Les corresponde a ellos el crédito por haber descubierto que lo que enseñamos en la facultad está mal, que las personas no somos tan racionales, ni maximizamos nuestro bienestar, sino que usamos reglas heurísticas para tomar atajos que liberen al cerebro de la pesada carga del cálculo.

Otra versión de esas cuentas mentales separadas es la del que olvida que el dinero es fungible y gasta con menos culpa los dólares que compró en julio, porque los pagó $45, ignorando que el valor de mercado, que por otro lado es el que tendría que pagar para reponerlos, es de $80, o la ingenuidad del que cree que los subsidios a los pobres hay que darlos en bolsos de comida, porque gastarían en otra cosa cualquier transferencia en efectivo, como si el dinero que antes destinaban a los alimentos que ahora se les entregan, no fuera equivalente a una asignación en billetes.

El clásico es aquel que tiene deuda en una tarjeta o un crédito en cuotas a tasas estratosféricas y mantiene plata en un plazo fijo, o peor aún, en una caja de ahorros, sin darse cuenta que su pasivo tiene un costo financiero mayor que la tasa que premia su inversión.

Entre todas las ilusiones una de las mas notables es la monetaria, porque encima opera distinto dependiendo del rubro. En materia salarial nadie se come el amague; un trabajador gana en promedio hoy el triple que hace cuatro años, pero todo el mundo se da cuenta que no se puede comparar los 15.000 de diciembre del 2015 con los 45.000 de hoy, porque con toda la inflación que hubo en el medio, se trata de peras con manzanas. Aunque el trabajador gane el triple, descontando la inflación, en realidad percibe un salario menor.

Sin embargo, muchos críticos de los créditos UVA, por ejemplo, creen que los beneficiarios deben más que antes, porque sacaron un préstamo de $1000000 promediando 2016 y hoy adeudan 3000000. De manera curiosa, el mismo gobierno que se manifiesta preocupado por eso, actualiza los impuestos y les dice a los ciudadanos que no se trata de ningún aumento, sino que están subiendo 55%, lo mismo que la inflación.

Pero la más perniciosa de todas es la ilusión fiscal. Según un calculo del IARAF, el 44 % de los precios de los alimentos corresponde a impuestos y ese porcentaje se eleva al 50 % para las gaseosas y hasta el 55 % para bienes durables como autos y electrodomésticos. Como la mayoría de los tributos están escondidos al contribuyente, la gente es solo parcialmente consciente del IVA y de los impuestos directos, como Ganancias, pero ignora el peso que tienen Ingresos Brutos, tasas y otras contribuciones. La consecuencia es que reclamamos que el Estado pague o subsidie cualquier cosa, contemplando solo una porción del costo, que es la accesible a nuestros ojos.

HACIA UN 2020 CON MENOS SESGOS

Mirando para delante también somos bastante sesgados; tenemos sobre confianza y nos cargamos de metas que después nos cuesta cumplir. Si el objetivo era correr un maratón y no llegamos, no pasa nada, pero si este exceso de optimismo lo trasladamos a las finanzas, terminamos recargando la tarjeta de cuotas, sin pensar que habrá imponderables; algún cliente nos dejará sin pagar una factura, llegará una multa inesperada del auto o se romperán las zapatillas de los chicos en el momento menos oportuno.

Por suerte, aunque estos sesgos afectan incluso a los expertos, hay técnicas para morigerarlos y una de ellas es ponerlos en evidencia para que sean tenidos en cuenta conscientemente a la hora de decidir. Elijamos para cerrar con un ejemplo, el sesgo de costos hundidos. Desde un punto de vista racional, no importa cuanto haya invertido usted en un proyecto; si el beneficio futuro es menor a los costos que debe agregar, conviene abandonar. Aplica para las películas malas, porque la plata de la entrada ya está gastada de todos modos y también por supuesto para las carreras o las relaciones con pocas perspectivas, porque el tiempo pasado, como dice el dicho, esta pisado.

Corre también para la cena del 31, porque el dinero de ese plato y de esa copa de más, ya se pagó de todos modos y la única diferencia es que, si lo ingerís, lo vas a lamentar.

fuente: ELDIA.com