Fuente: BRANDO

Ellas siempre nos prefieron con plata, pero eso pronto cambiará. Una explicación científica de por qué los hombres mirarán cada vez más la cuenta bancaria de las mujeres, en vez de su aspecto físico.

Son las siete de la tarde de un viernes en pleno centro de Montevideo. El bar queda en la 18 de Julio, justo enfrente de una fuente que debe tener unos dos mil candados. Y no estoy exagerando. Cuenta la leyenda que cuando una pareja pone un candado en esa fuente con las iniciales de los tortolitos escritas en él, su amor perdura para siempre. Pero no es eso de lo que estoy hablando con mi amigo Wilson, sino de la curiosidad que me despierta el hecho de que estamos sentados desde hace una hora y media y no logro ver mujeres de esas que gastan las baldosas de las veredas porteñas.

El anfitrión me explica que las uruguayas lindas no están en el centro: «Las mujeres lindas están donde está el dinero; en Punta Carretas».

No me sorprende, la famosa idea de que en materia de relaciones «billetera mata galán» ha sido incluso corroborada empíricamente en el famoso estudio transcultural del psicólogo evolucionista David Buss, hace 16 años.

El argumento de este prestigioso científico de la Universidad de Texas es que, al comienzo de la historia de nuestra especie, las mujeres que priorizaban (para relaciones duraderas) aquellos candidatos que pudieran garantizarles la provisión de recursos para el mantenimiento y supervivencia de sus hijos lograron mayores tasas de supervivencia de la prole y pasaron en sus genes ese rasgo de preferencias a las próximas generaciones.

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En el trabajo de Gangestad y Simpson del año 2000 hay además argumentos que indican que las mujeres prefieren hombres más arriesgados para relaciones de corto plazo. Si pensamos que la acumulación de dinero requiere necesariamente la toma de riesgos, pues incluso podemos concluir que también para el corto plazo ellas nos prefieren con los bolsillos llenos.

Todo parecía muy razonable hasta que Christopher Ryan y Cacilda Jethá irrumpieron en el mercado editorial con Sex at Dawn; The Prehistoric Origins of Human Sexuality arrasando en ventas desde que fue publicado el año pasado. El punto central del libro, que además está sostenido con mucha evidencia proveniente de la antropología, la arqueología e incluso la etología, es que no existe tal cosa como una predisposición genética de las mujeres para priorizar la solvencia económica de su pareja por encima de todo, sino que se trata de una pauta social de comportamiento que nació con la revolución de la agricultura, hace unos diez mil años, y ha sido transmitida culturalmente desde entonces.

Al requerir el trabajo de la tierra fuerzas y capacidades para las que los hombres se hallaban mejor dotados que las mujeres, se inició un proceso de división social del trabajo, que además generó los primeros patrones históricos de desigualdad distributiva, puesto que hasta ese entonces el ser humano no tenía prácticamente capacidad de generación de excedentes y de acumulación de recursos.

Estos autores sostienen que las sociedades preagricultura eran altamente cooperativas y lo compartían todo; incluso las mujeres. La generación de excedentes y la posibilidad de acumularlos abrió las puertas al nacimiento del capitalismo y generó fuertes incentivos a la monogamia como mecanismo para garantizar la transmisión hereditaria de las riquezas producidas.

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Si estos autores están en lo correcto, entonces la preferencia de las mujeres por hombres acaudalados, y nuestra mayor atención hacia los atributos físicos de ellas, no sería una pauta grabada a fuego en nuestros genes sino una tendencia que iría de la mano de la particular forma que ha tomado históricamente la división social del trabajo entre géneros.

Claro, mirando los datos de la última encuesta permanente de hogares disponible para Argentina, los números parecerían darle la razón a la hipótesis del hombre como proveedor: las mujeres ganan, en promedio, un 32% menos que los hombres. Pero cuidado, porque exactamente la mitad de ese efecto tiene que ver con las horas trabajadas. Como las mujeres trabajan más a tiempo parcial y no hacen jornadas extensas, obviamente perciben menores salarios, pero por igual cantidad de horas, ganan sólo un 16% menos.

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Cuando se tiene en cuenta el nivel educativo, la brecha se reduce aún más. El mero hecho de ser mujer reduce los salarios por hora trabajada un 11% en promedio, pero el premio por ir a la universidad los eleva en un 85% (35% si no se termina la carrera). Como resultado de ello, una mujer con título universitario gana un 74% más que un hombre que no accedió a la facultad.

Ahora bien, en el año 1974, cuando el INDEC hizo por primera vez la Encuesta Permanente de Hogares, 7,3% de los hombres en el Gran Buenos Aires tenían estudios superiores, mientras que 4,9% de las mujeres contaban con ese privilegio. Veintiséis años más tarde, en nuestro país la cifra de hombres con educación terciaria o universitaria ascendió a 17,4%, pero el porcentaje de mujeres en la misma condición se elevó hasta el 22,7%. Al mismo tiempo, leyes importantes como la de divorcio vincular cambiaron la ecuación costo-beneficio de las mujeres, lo que aumentó considerablemente su independencia.

La tendencia de estos últimos 26 años es irreversible, y todo indica que se profundizará en los años por venir. Mientras que el 25% de los hombres que tienen entre 18 y 25 años están actualmente cursando estudios superiores, el porcentaje de mujeres en el sistema educativo es del 38%. Y encima, a ellas les va mejor que a nosotros en el difícil trabajo de aprobar materias.

No sé si en cinco, diez o quince años, pero inexorablemente el rol de proveedor será copado por las mujeres. Los hombres nos pondremos mas romanticones, pasaremos a cambiar pañales y hacer las compras, al tiempo que las chicas se tornarán mas «aventureras». En ese contexto, si efectivamente nuestras preferencias de conformación de pareja son transmitidas culturalmente, pues la chica de la cartera gordita será la que conquistará a Gonzalo Heredia… o, por caso, al mismísimo Martín Lousteau.