El año pasado, en una charla de presentación de mi libro, luego de haber disertado sobre la economía de la felicidad, se me acercó un señor de unos 55 años, delgado, parsimonioso. Me contó que había estado al borde de la muerte, que había visto esa famosa luz al final del túnel y que incluso se había reconocido a él mismo yaciendo en la cama, rodeado de los médicos que buscaban reanimarlo, como si flotara en el aire, fuera de su cuerpo.

Me dijo que luego los médicos le habían dicho que había estado técnicamente muerto y que no se explicaban cómo había logrado recuperarse, pero lo interesante es que cuando finalmente abrió los ojos pensó en sus hijos, en su mujer, en su familia; en los seres que más quería. Extrañó una sonrisa, echó de menos un abrazo, rogó un mimo y no pensó en absolutamente nada material. Ese día podrían haberle dicho que tenía que empezar de cero. No le importaba.

El domingo pasado se fue mi vieja. Una víctima más de la más letal de todas las drogas, que paradójicamente es legal y encima tan barata que invita a esa especie de suicidio en cuotas, a cambio de una sucesión de placeres efímeros que cada vez satisfacen menos y lastiman más.

Babiche, como le decían todos cariñosamente desde que tenía memoria, fue y seguirá siendo mi modelo en la vida, porque aunque pensábamos muy distinto en muchas cosas era de las que, como yo, prefieren el sabor de la victoria transpirada, de la epopeya de ganar con el matungo, del placer en la lucha más que en la llegada, de la estrategia transparente y la pelea limpia; de los códigos.

EL ORGULLO

Nos deja a los cuatros hermanos unas pocas cosas materiales; la misma casa que le dejó su madre y el acertado pronóstico que un Rodrigazo convirtió en vacaciones aseguradas. Pero más que lo material, mi vieja me deja el pecho lleno de orgullo por el respeto de sus amigos que la despidieron recordando su compromiso con los derechos humanos, su pasión por la historia no oficial, y resaltando que “vivió su vida con honradez”.

Transitamos tiempos de valores devaluados, materialidades vacías e identidades que se construyen no ya a partir del vínculo con el otro, sino del posicionamiento social que se gana con una marca, un teléfono de alta gama y un sinnúmero de consumos ostentosos que con una lógica similar a la de la carrera armamentista de la guerra fría, sólo logran que perdamos todos.

Ser honrado no te sirve para pagar el cable o la cuenta del celular. Ni siquiera se puede ganar elecciones con la honradez. Pero esa posesión de honestidad sirve para mirar a los hijos a la cara y gozar incluso del respeto de los que lo compran todo con dinero, porque ellos saben que eso es lo único que no podrán jamás comprar.

Mis viejos eran de la época en que estar en las redes sociales quería decir que tenías muchos amigos para que te cuiden a los chicos, te inviten un vino o te den una mano si te quedabas sin laburo. Lo más parecido a un celular eran dos latas con un piolín y la notebook era un cuaderno Rivadavia, en el mejor de los casos de tapa dura. Los amigos llegaban sin avisar y chateaban con una rara tecnología que por lo general consistía en estirar la olla con una papa más, e inclinar la damajuana apoyada en el muslo, porque así era más fácil compartir.

Si cualquiera de nosotros quisiera hoy consumir lo mismo que nuestros padres compraban una generación atrás, nos sobraría la mitad del sueldo, porque buena parte de las cosas en las que hoy se nos van los ingresos, no se habían siquiera inventado. Ni hablar del internet, el cable y el celular; no existía la costumbre de comer afuera y era un lujo comprar para llevar en alguna rotisería, por supuesto sin la más mínima pretensión de que encima alguien nos lo lleve a casa.

Los pensadores económicos del siglo pasado como John Maynard Keynes creían que gracias a la mayor productividad íbamos a trabajar mucho menos, y aunque en algunos países como Francia, por ejemplo, sucede algo de eso, lo cierto es que en algún lugar equivocamos el camino.

Los resultados de todas las investigaciones en Economía de la Felicidad muestran que aunque consumimos mucho más, no somos más felices. Los científicos tienen una respuesta clara de por qué esto es así; la variable que más mueve la aguja de la felicidad es el tiempo que pasamos con las personas que queremos, por lo que cuanto más horas trabajamos, menos felices somos.

Cuando la vida te golpea y se lleva las cosas que más querés, ya no importa cuánto ganas, ni el coche que tenés. Y cuando miras la vista atrás y, como dice Serrat, ves esa senda que no has de volver a pisar, te das cuenta de que las anécdotas y recuerdos que te llenan el alma no tienen ropa de marca, ni plasmas de muchas pulgadas, ni electrónicos alrededor.

Hoy lo daría todo por abrazar otra vez a mi vieja y decirle que la quiero mucho y agradecerle todo lo que me enseñó. Pero hay cosas que el dinero no puede comprar.