En el 2019 los argentinos compraron 26870 millones de dólares y durante los últimos 4 años atesoraron 86198. Se trata de un ahorro equivalente a casi el 20 por ciento del PBI que podría haber financiado el desarrollo argentino, pero que terminó ayudando a pagar el exceso de gasto de los Estados Unidos.

Tanto estos fondos como los 107000 millones fugados durante el kirchnerismo, corresponden al fruto del trabajo de millones de argentinos que luego de pagar todos sus impuestos entienden que lo mejor que pueden hacer es ponerse al resguardo de un Estado que los asalta, cobrándoles un impuesto que no está legislado y devaluando sus ahorros cada vez que colapsa el balance de pagos, algo que en los últimos 70 años ocurrió 15 veces.

No se trata, como sugieren los mitos que se construyen para soportar las cáscaras vacías de los significantes populistas, de un puñado de especuladores insensibles y cipayos. Que probablemente los haya, pero en el último mes un récord de 2600000 argentinos compraron dólares. Por el súper cepo el monto adquirido fue de solo 330 millones en billetes, sin embargo, en octubre pasado, justo antes de las elecciones 2500000 compatriotas habían arrasado con casi 4000 millones de las reservas, antes de que las restricciones se endurecieran. Si miramos lo que ocurrió en los primeros ocho meses del año, cuando no había limitaciones de acceso al mercado, dependiendo del mes, entre el 60 y 70 por ciento de las divisas se iban en operaciones menores a los 10000 dólares.

Masivamente los argentinos repudiamos la moneda, porque desde que empezó el régimen de alta inflación, en 1945, la mayoría de los años los bancos han pagado a los ahorristas tasas de interés negativas que no cubrían siquiera la inflación, no hablemos ya de premiar el esfuerzo que significa postergar el consumo y financiar la inversión. Consecuentemente, no solo profundizamos nuestra dependencia del dólar y la vulnerabilidad externa de la economía, sino que ahorramos menos que lo que haríamos si tuviéramos una moneda estable, lo que repercute en menos inversión, menos crecimiento y más pobreza.

En segundo lugar, tenemos pánico a flotar en materia cambiaria. Los gobiernos no quieren devaluar porque como acaba de quedar demostrado en la última elección, el que lo hace pierde, aún cuando la flexibilidad del tipo de cambio permitió que el shock producido por el frenazo abrupto en el crédito externo fuera absorbido por los salarios reales, manteniendo la tasa de empleo prácticamente sin cambios. Desde el punto de vista electoral es preferible un desempleo del 18 por ciento que castiga “solo” a uno de cada cinco trabajadores, permitiendo una reelección como la de Menem en 1995, sostenida en el apoyo de los otros cuatro que conservan el trabajo y no una inflación del 53 por ciento que castiga a todos los laburantes.

La consecuencia del pánico a dejar que el dólar se vaya ajustando para equilibrar el balance de pagos, es que acumulamos atrasos cambiarios muy grandes, que cuando explotan producen devaluaciones monumentales. Prácticamente en ningún país del mundo, con la excepción de Venezuela, el dólar trepa 50 por ciento o 100 por ciento en el lapso de una semana, o un par de meses. No existe tasa de interés en pesos que pueda cubrir esa eventualidad y entonces la gente prefiere dólares como quien compra un seguro de todo riesgo del auto sabiendo que probablemente la mayor parte de los meses le toque perder, pero que el día que se produzca el choque con la destrucción total, salvará uno de sus principales activos y podrá comprarse un auto nuevo.

Lo interesante es que el precio del dólar no desalienta en absoluto su compra. Más aún; el dólar parece desafiar la ley de la demanda: desde el inicio de la crisis, en mayo del 2018, se dolarizaron 45114 millones, pero en los 20 meses anteriores, con el billete a menos de $20 hubo compras netas por 32000 millones. En rigor, lo que ocurre, es que cada suba alimenta la expectativa de una escalada ulterior, porque lo que realmente está ocurriendo es que se está desmoronando, del otro lado del mostrador, la demanda de pesos. Y una vez que un proceso de la desconfianza se dispara, es muy difícil frenarlo y más complicado aún darlo vuelta. Si no se acelera mas la caída de la moneda local es porque el ingreso de la población alcanza cada vez para comprar menos divisas, hasta que una nueva ola de emisión fabrica las piedras para lapidar el peso. Adicionalmente hay una demanda de dinero domestico que sostiene asociada a las transacciones que no resulta posible enfrentar con dólares, pero la recesión erosiona también ese dique contenedor.

No hay ninguna posibilidad de desarrollo en la Argentina si no tenemos como prioridad la estabilidad monetaria, con la cual tampoco basta, pero sin la cual no podemos ni siquiera empezar.

Si recuperamos la moneda, esos dólares que están en cajas de seguridad o debajo de los colchones, pueden financiar un círculo virtuoso de consumo e inversión.

fuente: ELDIA.com