Según un estudio de la Organización para la Cooperación y le Desarrollo Económicos (OECD) que acaba de ser publicado, en los últimos 200 años el mundo asistió a la mayor reducción de pobreza de toda su historia, con un PBI per cápita global que se multiplicó por 13. Mientras que 76 por ciento de la población no ganaba entonces lo suficiente para comprar una canasta básica de bienes y servicios que garantizara su subsistencia, esa pobreza extrema ha bajado hoy al 10 por ciento, con una notable reducción en los últimos 30 años, gracias al desarrollo en Asia, traccionado por China y la India.

El avance tiene que ver con triunfo del capitalismo como sistema económico y con el espectacular desarrollo tecnológico que permitió multiplicar la productividad. Es cierto que al mismo tiempo aumentó la desigualdad, particularmente la de la riqueza, pero nunca en la historia de la humanidad hubo un porcentaje menor de gente con hambre en el mundo.

En contraste, en Argentina durante los últimos 40 años la pobreza estructural ha explotado con cada crisis y aunque en los años de crecimiento que le siguen a una recesión la situación mejora, generalmente no regresa a los niveles previos al crack.

En un informe del CIPPEC y el CEDLAS se identifican seis episodios, previos a la última recesión de 2018 que se corona con la pandemia.

Un primer aumento de vulnerabilidad social se produce en los 80s por el estancamiento económico combinado con alta inflación, pero es con las hiperinflaciones del 1989 y 1990, que vemos un salto que duplica los niveles de pobreza de la década.

Si bien el éxito de la Convertibilidad logra hacer retroceder ese pico y hacia 1993 la economía recuperaba los niveles de pobreza de 1987 (que serían equivalente a los del 2017), el fuerte cambio tecnológico de los 90s y el proceso de privatizaciones y reducción del Estado, corrió nuevamente el arco y luego la crisis de 2001-2002 dejó un nuevo récord, inclusive superior al de 1989.

Desde entonces la situación mejoró hasta 2011, cuando se estancó hasta 2017, para volver a colapsar, primero con la devaluación de 2018 y luego con los efectos de la cuarentena de 2020.

Sin embargo, la enorme volatilidad macroeconómica no es un accidente sino un producto de las malas políticas económicas. Es cierto que, por ejemplo, el 42 por ciento de la pobreza que conocimos esta semana tiene mucho que ver con la pandemia, pero somos uno de los países donde más impacto económico tuvo el coronavirus, porque insistimos en una cuarentena eterna y mal gestionada que destruyó el 40 por ciento de los empleos informales en el segundo trimestre de 2020 y un 17 por ciento de los trabajadores en negro aún no recuperaron su empleo.

Las privatizaciones y desregulación de los 90s, que eran muy necesarias y que produjeron un salto de productividad de la economía, se hicieron sin red de seguridad social que amortiguara la transición y en la segunda mitad de esa década, el gobierno gastó sistemáticamente por encima de sus ingresos conduciendo al colapso de 2001.

Desde 2011 la economía tuvo una década de anabólicos, primero con el atraso cambiario del 50 por ciento que Cristina Kirchner hizo con fines electorales y después con el abuso de el uso deuda por parte de un gobierno que prefirió hacer el ajuste de manera gradual, lo que condujo a un nuevo salto de pobreza cuando el mercado forzó una devaluación que nos devolvió al nivel de tipo de cambio real que teníamos en 2010-2011. Las crisis no nacen de un repollo y si no advertimos los desequilibrios macro cuando se producen, después los pagamos con más pobreza.

No es un accidente. En lo que va de 2021 los subsidios económicos crecieron un 85 por ciento por el congelamiento de las tarifas en un contexto de alta inflación, mientras que las prestaciones sociales sólo crecieron un 32 por ciento.

En el primer bimestre el Gobierno gastó el cuádruple en subsidios (en su mayor parte para la clase media), que en AUH, mientras que la tarjeta alimentaria representó 1/6 parte de ese dinero.

Según el INDEC, la brecha de pobreza es de $21.287 por lo que bastaría con 747.656 millones de pesos anuales para eliminar la pobreza por ingresos en los 2.926.890 hogares de los centros urbanos de más de 100.000 habitantes que no llegan a pagar la canasta básica. Prácticamente la misma cantidad de dinero que pierde el Gobierno subsidiando tarifas.

Pero lo más paradójico es que la canasta básica que tiene leche, carne, fideos, polenta, verduras y servicios básicos, también tiene Estado; según un estudio del IARAF el 41 por ciento de los precios que pagamos en el supermercado son impuestos, por lo que prácticamente toda la brecha de pobreza es culpa del Estado.

La pobreza, entonces, es la consecuencia de las decisiones políticas de los distintos gobiernos que combaten el capital y penalizan el empleo, pero además llenan de impuestos a los alimentos y usan el dinero que podrían destinar a terminar con la pobreza, para mantener la pantomima demagógica de las tarifas congeladas.

Sobran los “Ministerios de desarrollo social” que canalizan recursos para que las organizaciones sociales hagan política y falta AUH para sacar al 57 por ciento de los chicos de la pobreza. La plata está; la pobreza es política.

Nota publicada en ElDia.com, el 04/04/2021