El politólogo Carlos Escudé solía decir que la soberanía, como la capacidad de tomar decisiones de manera independiente, era un recurso que podía gastarse o invertirse. Cuando Alberto Fernández tomó la decisión de una rápida cuarentena, en marzo del año pasado, el cumplimiento fue alto y la aprobación social, según la consultora Poliarquía, trepaba al 84% en la segunda semana de abril; un ejemplo de inversión del capital político. Sin embargo, luego de la décimo tercera extensión del ASPO, el intento de continuar con las restricciones a partir del 12 de octubre lo encontró con solo 43% de apoyo del público y un rechazo del 47%; una muestra de que ya no estaba invirtiendo, sino gastando su capital.
La noticia del estallido en Formosa, esta semana, es una luz de alarma sobre lo que ocurre cuando ese capital se agota y la gente no acata la autoridad, ni siquiera a punta de pistola, luego de que el gobernador anunciara el regreso a la fase 1, en una jornada en que esa provincia se detectaron solo 28 casos.
Como lo ilustra la serie de Netflix “La Valla” protagonizada por Eleonora Wexler, esta claro que si el estado ejecuta a todos los que presentan síntomas y recluye en prisión a los contactos estrechos, el virus tendrá más dificultades en multiplicarse, pero también es evidente que el precio a pagar sería un poco caro.
Para evaluar una medida se requiere una estimación del impacto y si el Nobel de economía Gary Becker no se hubiera muerto, lo resumiría en una expresión que está en el ADN de la formación de cualquier economista; el análisis costo-beneficio.
El problema es que en este caso ambos lados de la ecuación involucran conceptos difíciles de ser resumidos en un valor monetario; ¿Cuánto vale una vida? ¿Qué precio tiene la libertad? ¿Cuál es el costo del daño psicológico que produce el aislamiento, sobre todo en personas vulnerables? Otros factores son mas fáciles de mensurar; ya tenemos una idea de la caída en la actividad económica y la pérdida de empleos e ingresos que causó la cuarentena. Y quiero ser claro en esto; no fue la pandemia, fue la cuarentena. Cerramos completamente la economía en marzo y abril con muy pocos casos de circulación viral y la actividad se derrumbó 27% empezamos a flexibilizar y con récord de contagios la economía recuperó en una v corta un poco asimétrica, todo lo perdido en los siguientes ocho meses. Otros países donde el virus pegó tanto como acá, pero fueron mas flexibles en las restricciones, como Brasil, tuvieron solo un 4% de caída en el año, contra un 10% acumulado en Argentina.
También sabemos, a partir de las investigaciones de Eric Hanushek y Ludger Woessmann, que cada año de educación perdido le infringe un daño del 7,7% a los ingresos futuros de esos estudiantes y se estima que un millón y medio de chicos perdieron todo contacto con la escuela en 2020, no participando ni siquiera por WhatsApp. No son tampoco solo los ingresos; los investigadores estiman que el costo social de perder un año de escolarización equivale a dos PBI. Y si bien es cierto que muchos contenidos de todas maneras se transmitieron, aún en los sectores más favorecidos, esfuerzo mediante de familiares que no son docentes y de docentes que no pudieron hacer su trabajo en las mejores condiciones, la perdida de contenidos fue significativa y ni hablar de las experiencias de construcción de sentido social, identidad grupal, inteligencia emocional y demás “capacidades blandas”.
Por último; no es lo mismo cerrar una economía como Suecia, donde 29% de la población y a hacía home office antes de la pandemia, que cerrar Bangladesh donde ese porcentaje es inexistente. Lo mismo aplica para las distintas regiones dentro de un país; yo puedo salir al aire por Zoom en un canal de televisión, por celular, en una radio, o escribir esta columna desde mi casa, pero un trabajador informal del sector de la construcción no puede hacer un revoque por videoconferencia. Por eso en Argentina, aunque el empleo formal se sostuvo con una caída de solo el 3,3%, el 40% de los puestos informales se perdieron en el segundo trimestre del 2020.
Tampoco tenemos un sistema de seguridad social bien desarrollado, ni ahorros suficientes, para darnos el lujo de pasar una temporada sin trabajar. Sin crédito y sin moneda, los intentos de sostener el consumo sin producir aceleraron la inflación al 55% anualizando en los últimos 4 meses y llevaron el riesgo país al borde de los 1600 puntos, con los bonos argentinos pagando una renta del 20% anual en dólares; valores que el mercado equivalen a un letrero que dice “no te voy a pagar”.
Por eso estalló Formosa; porque no da la ecuación costo beneficio para encerrar a toda la gente por 28 casos diarios, después de un año en que perdieron trabajo, negocios, clases y salud. No da para seguir gestionando la pandemia en base a la discrecionalidad, sin apoyarse en los datos y en la ciencia. Tampoco tiene el gobierno lleno el tanque de su capital político, como sí lo tenía en abril y por eso no están las mismas opciones en el menú.
Es delicado, porque eventualmente, ante un brote descontrolado el gobierno podría tener que recurrir a una cuarentena estricta transitoria como la mejor munición tanto desde el punto de vista sanitario como económico, pero Formosa acaba de enseñarnos las consecuencias de disparar una bala con un cartucho que ya estaba vencido.
Martin Tetaz es Economista, egresado de la Universidad Nacional de La Plata, especializado en Economía del Comportamiento, la rama de la disciplina que utiliza los descubrimientos de la Psicología Cognitiva para estudiar nuestras conductas como consumidores e inversores. Actualmente es Diputado Nacional.