No importa que sean peronistas o radicales, de derecha o de izquierda, socialistas o liberales, el denominador común de los distintos gobiernos es que cuando se encuentran en apuros aumentan los impuestos. Esta semana hubo dos saqueos más; la media sanción del mal llamado “impuesto a la riqueza”, que en realidad es uno mal diseñado sobre los activos y el 1,2% que para compensar la quita a la coparticipación que sufrió a manos de la provincia de Buenos Aires, acaba de imponer la Ciudad sobre los gastos con tarjeta de crédito.
Desde un punto de vista teórico hay dos tipos de impuestos, los que tienen fines recaudatorios y los que se fijan para desalentar comportamientos. La diferencia es que en el caso de los primeros lo ideal es no afectar las decisiones que los agentes económicos hubieran tomado en ausencia del tributo, mientras que en el segundo caso el objetivo es el contrario: impactar lo máximo posible sobre la conducta de personas físicas y jurídicas, desincentivando por ejemplo actividades que contaminan y/o favoreciendo, cuando el impuesto es negativo y se convierte en un subsidio los actos con efectos favorables no necesariamente deseados sobre terceros, como ocurre con la educación o la prevención de enfermedades contagiosas.
El nivel óptimo de la presión tributaria del primer grupo de impuestos depende en última instancia del gasto a financiar, pero también de la optimalidad del sistema tributario, en el sentido de eficiencia económica y técnica. Como los impuestos afectan las decisiones de producción y consumo, la presión tributaria será mas baja en promedio si el legislador acierta en un conjunto de impuestos de bajo impacto en termino de decisiones económicas de empresarios y consumidores, pero si cada vez que graba por ejemplo la riqueza, acaba achicando la inversión, el resultado final será una alícuota mucho mas alta que la necesaria en un contexto en el que el nivel de producción no se modifica. En el sentido técnico, además, los impuestos tienen que ser fáciles de recaudar porque el estado gasta 112.000 millones de pesos y emplea a 21.500 personas para recaudar 5 billones de pesos a nivel nacional y un impuesto a priori interesante desde el punto de vista de la eficiencia económica puede ser difícil de recolectar o de bajo cumplimiento, mientras que tal vez el impuesto mas simple de todos hubiera sido cobrarle a cada uno de los argentinos una cuarenta y cuatro millonésima parte de esos cinco billones recaudados, pero ese impuesto de 113.000 pesos per cápita hubiera sido imposible de pagar en la mayoría de los hogares.
Por estas razones la tendencia mundial es hacia la simplificación tributaria, con dos grandes impuestos; el primero sobre los consumos (IVA o ventas finales) de carácter general y alícuota uniforme, justamente para desalentar los cambios en el comportamiento (que la gente sobre consuma los bienes de alícuota mas baja y sub consuma los que tienen un porcentaje mas alto de impuestos) y el segundo sobre los ingresos de todas las fuentes (salarios, intereses, beneficios y rentas), de carácter progresivo.
A priori no hay un nivel ideal de impuestos; depende de las preferencias sociales de gasto: los países nórdicos, por ejemplo, prefieren un sistema de provisión publica universal de educación y salud, mientras que en los Estados Unidos se prioriza tener menor presión tributaria para favorecer la libre elección de los hogares, más allá de que en Finlandia o Dinamarca existan escuelas y clínicas privadas, al tiempo que en Norteamérica haya planes como el Medicare o subsidios a la educación. Chile y Uruguay pueden ser las versiones latinas de esos extremos: el primero con menor presión tributaria global (18,8% según CEPAL) y predominancia de la educación y la salud privadas, el segundo con 26% de participación de los impuestos en el ingreso, pero donde la clase media descansa en el sistema público.
El problema es cuando la mayor presión tributaria, como ocurre en Argentina y Brasil, no se traduce en bienes públicos de calidad y la clase media que soporta buena parte de la carga de los impuestos, debe afrontar gastos complementarios en salud, educación, transporte y seguridad, porque los impuestos reducen la canasta de bienes privados a la que pueden acceder las familias, puesto que sean sobre los ingresos o acaben aumentando los precios de los bienes, el efecto es reducir el salario real y ni hablar cuando son distorsivos como Ingresos Brutos o Sellos, porque incrementan los precios sin que sea posible establecer un tributo compensatorio sobre los bienes importados y por lo tanto reducen la competitividad cambiaria, obligando al país a tener un tipo de cambio real más alto para equilibrar su sector externo, lo cual equivale a salarios reales mas bajos.
Puesto en otras palabras; cada vez que, para agregar valor, hay que agregar estado improductivo, el resultado es menor producción, menores exportaciones y salarios reales mas bajos. Entender esto es muy importante porque la voluntad del legislador puede ser buena, pero desconocer la consecuencia del impuesto. El ejemplo perfecto es el del impuesto a los activos, porque al comerse a la fuente generadora de los ingresos, acaba logrando una economía con menos capital, que por lo tanto producirá menos y pagará menores salarios.
El legislador sugerirá entonces acotarlo a los activos no productivos, pero eso también generará menor inversión si el Estado se queda con una parte mayor del resultado acumulado.
Por último, el aumento de los impuestos, incluso cuando sea por única vez y sobre activos que no afectan a la producción hoy, envía la señal de que podría haber una nueva imposición a futuro, en los términos que sugerían las investigaciones de los Nobel Finn Kydland y Edward Prescott, si el gobierno vuelve a estar en un apremio similar más adelante, lo cual es mucho mas fácil de imaginar y representar luego de la pandemia.
Ni siquiera las consideraciones más pragmáticas aconsejan los nuevos impuestos, porque tampoco resuelven el agujero fiscal de 2 billones de pesos que causó el COVID; no evitan la emisión ni sus consecuencias monetarias y cambiarias.
Martin Tetaz es Economista, egresado de la Universidad Nacional de La Plata, especializado en Economía del Comportamiento, la rama de la disciplina que utiliza los descubrimientos de la Psicología Cognitiva para estudiar nuestras conductas como consumidores e inversores. Actualmente es Diputado Nacional.