En la ultima semana de enero, el mundo reportaba 2700 casos de coronavirus y solo 5 fuera de China. Hasta mediados de febrero muy poca gente había oído hablar de la enfermedad y ni siquiera Google registraba búsquedas relacionadas. Pero en la tercera semana, algunos empezaron a ver como se formaba el tsunami y aunque Argentina no registró casos hasta el 3 de marzo, cuando un hombre de 43 años que había estado en Milán, acabó internado en una clínica privada de la ciudad de Buenos Aires, las consultas en Google se dispararon.

Muchos recordaron entonces la fábula del pastorcito que le había ganado una partida de ajedrez a un acaudalado monarca, escogiendo como premio un grano de trigo en el primer casillero del tablero, dos en el segundo, cuatro en tercero y así sucesivamente. Al rey le había sorprendido la aparente frugalidad del muchacho, hasta que pidió a los matemáticos del reino que calcularan el compromiso y lo saldaran. Con una tasa de contagio promedio de 2,2 victimas semanales nuevas por cada enfermo, el planeta entero se infectaría en 29 casillas del tablero; la pandemia crecía de manera exponencial.

Por las buenas o por las malas el mundo se apagó y las principales economías del planeta vieron caer su producción entre 30 y 40 por ciento. Esa fue la primera ola. Atrás de esa piña vino una combinación de tres golpes sucesivos que noquearon la economía. Millones de personas se quedaron sin ingresos y aunque ya no podían gastar en los comercios que estaban cerrados, redujeron el consumo hasta de los alimentos más básicos. Esas dos primeras olas están generando una ruptura de la masa muscular del tejido productivo; miles de pymes que no podrán abrir cuando todo haya pasado y que con su caída arrastran aún más abajo los ingresos de los trabajadores y proveedores que dependían de ellas. El segundo y cuarto impacto opera sobre la demanda agregada.

Si todo sale bien seremos un 40 por ciento mas pobres durante este trimestre e iremos recuperando nuestra capacidad productiva, en los sucesivos. Pero además tenemos un problema distributivo porque la gente que se queda en casa por decreto no puede producir bienes para el mercado, salvo las limitadas posibilidades del home office. Entonces la sociedad necesita encontrar un mecanismo de redistribución de los que producen hacia los que no lo hacen. Por supuesto que a todos nos gustaría poder mantener los niveles de ingresos de toda la población sin cambios, pero eso no resulta posible después de la hecatombe. En el sector privado los sindicatos están negociando reducciones salariales para mantener el empleo y en el sector público es necesario encontrar una formula similar; los que tienen ingresos van a tener que sacrificar una parte para sostener a los que no los tienen.

Si la política fracasa en construir ese mecanismo, la redistribución se dará por las malas. Si en vez de obtener recursos de los que producen, el gobierno transfiere capacidad de compra hacia los que están en cuarentena por la vía de la emisión monetaria, inexorablemente le estará cobrando un impuesto a los que tienen ingresos genuinos, por la vía de la inflación. Simplemente no es posible mantener el mismo nivel de ingresos, cuando se produce un 40 por ciento menos, porque habría más capacidad de compra, que bienes y servicios disponibles. Esto nos lleva al segundo dilema. Cuando una sociedad es sacudida por un cataclismo que reduce sus posibilidades de producción, solo puede amortiguar la caída en el consumo, gastándose sus stocks; quemando ahorros. El problema es que, con una baja cultura de la previsión y una desigual distribución de los ingresos, esas reservas no están acumuladas en la forma de latas de atún en el búnker de cada vivienda.

Para empezar, están concentradas en pocas manos, lo que obliga a plantear opciones redistributivas extremas como el impuesto extraordinario a la riqueza. Y para seguir, ni siquiera están en latas de atún, lo que implica que, si transferimos activos financieros de los mas ricos al resto de la población, le estaremos dando dinero para comprar bienes que no existen en esta economía y que deberán por tanto ser importados, presionando al tipo de cambio y conduciendo una caída de las exiguas reservas del BCRA, o a una mayor devaluación.

Por si esto fuera poco, la redistribución de los ahorros es pan para hoy y hambre para mañana, puesto que se transmite el mensaje de que la próxima vez que caiga un meteorito la sociedad usará los recursos de los que acumularon, erosionando los incentivos para hacerlo.

Para evitar que la redistribución de ingresos genere inflación y que la redistribución de la riqueza destruya el ahorro necesitamos encontrar una formula institucional que se base en la contribución explícita de los que siguen trabajando y produciendo, junto con un mecanismo de compensación a los ahorros que hoy son utilizados para capear el temporal: un bono que permita que los que aportan reciban una promesa de devolución, cuando la tormenta haya pasado. Por supuesto, en tiempos en que el país coquetea con el default todo resulta mas difícil, pero es en estas circunstancias extremas en las que se define nuestro destino como país.

fuente: ELDIA.com