En una economía de mercado, si usted quiere consumir un bien o servicio lo demanda con su billetera. Si hay poca oferta el precio subirá, indicándoles a los productores que deben aumentar la fabricación de ese producto.

En una economía de planificación, democráticamente organizada, si usted desea algo tiene que votar al candidato que proponga lo que usted quiere y, eventualmente, soportar la carga tributaria que le corresponda.

Cuando la estructura de los impuestos es progresiva, por lo general los más pobres son los que demandan altos niveles de producción de bienes públicos, puesto que no tienen que pagar por ellos, al tiempo que los más ricos prefieren un Estado pequeño, porque se tienen que hacer cargo de la cuenta.

Por esa razón las democracias que mejor funcionan son las que tienen una distribución más igualitaria de los ingresos, porque no existe la posibilidad de que un grupo poblacional consuma y le cargue la factura a otros.

Se dice que el mercado es un sistema de revelación de preferencias que reemplaza la máxima de las democracias donde un hombre equivale a un voto, por un sistema un poco más deshumanizado donde ahora un peso equivale a un voto y esa es una de las razones por las que los resultados que se obtienen cuando las decisiones las toman los mercados y así difieren de los que se consiguen cuando las políticas son encaradas por el Estado.

Pero convengamos que si los ingresos están distribuidos de manera igualitaria, pues daría más o menos lo mismo, si las decisiones las toman los mercados o los Estados, dado que en última instancia la regla un peso-un voto, arrojaría la misma distribución de poder ciudadano que la que establece que un hombre vale un voto.

PERO LOS BIENES PUBLICOS NO SON IGUALES A LOS PRIVADOS

Así y todo, persiste una diferencia entre los bienes públicos y los privados. Si yo quiero una gaseosa, la pago y el fabricante produce una más, pero si quiero más educación, más rutas o más seguridad, el Estado no puede construir escuelas o rutas para mí solo, del mismo modo que tampoco puede ponerme un policía privado adentro de mi casa.

Además, como la factura eventualmente se dividirá entre todos, tengo incentivos a no escatimar mi demanda de bienes públicos. El economista Uri Gneezy hizo un experimento con estudiantes israelíes, manipulando las condiciones de la cuenta, en un restaurante. El resultado fue que cuando los comensales pagaban la cuenta de manera individual (cada uno lo que había consumido), el gasto promedio fue de 37,3 NIS, que es la abreviatura con la que se conoce a la moneda de ese país. Sin embargo, cuando la regla era que se dividía el ticket equiproporcionalmente, el promedio de consumos escaló a 50,9 NIS por comensal. Evidentemente no es tan buena idea salir a cenar y dividir entre todos a la hora de pagar, porque cada uno piensa que si consume un plato más caro o toma una cerveza de más, se apropia del beneficio y socializa los costos.

Y ENCIMA LOS COSTOS ESTAN ESCONDIDOS

Pero el problema central en nuestro país es que el sistema tributario no es transparente y entonces la gente no tiene la menor idea de cuánto paga de impuestos, salvo en los casos en que los mismos son explícitos en el recibo de sueldo, como ocurre con Ganancias.

A diferencia de lo que sucede en otros países donde la factura discrimina los tributos, en Argentina el precio final se publica con el impuesto incluido y generalmente no especificado, de suerte tal que tanto en el IVA como en los impuestos internos que sufren los cigarrillos, las bebidas y las naftas, entre otros, los ciudadanos no son conscientes de las cargas fiscales que están soportando.

Ni hablar de impuestos más distorsivos como el de Ingresos Brutos que cobran muchas provincias y que además de promover el subdesarrollo, se acumula en el precio final sin que se note ni se sepa cuanto paga cada producto, o el más letal para los pobres que es el impuesto inflacionario.

Como los impuestos están escondidos, los candidatos pueden proponer irresponsablemente muchas políticas que implican un mayor gasto, dado que la ciudadanía no es consciente de que tendrá que pagar más.

Por ejemplo un presidenciable que propuso un Boleto Trabajador, donde “el Gobierno” pague el 50% del pasaje a los laburantes, como si “el Gobierno” fuera una entidad abstracta que produce recursos genuinos, cuando la realidad es que ese subsidio se pagaría (y se paga hoy) con la recaudación del IVA que pagan los mismos laburantes cuando compran los fideos o peor aún, con los billetes sin respaldo que emite el Gobierno generando inflación, que golpea a esos trabajadores.

Como resultado de esa ilusión fiscal que invita a pedir más gasto público en el convencimiento de que la factura la pagará otro, la combinación de impuestos escondidos junto con los incentivos perversos que genera dividir la cuenta entre todos, hizo que la presión fiscal pasara del 28,8% en 2004 al 38,7% en 2014, según un informe del IARAF.

Sin servicios públicos de calidad ni inversiones significativas en infraestructura ese crecimiento de los impuestos está ahogando la producción y comprometiendo seriamente las posibilidades de desarrollo sustentable de la economía, en los próximos años.

Lamentablemente de esto no se habla en la campaña porque la ilusión fiscal esconde este debate tan necesario.

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