Los medios difundieron esta semana el 4,7% de inflación mensual, coronando doce meses en que los precios treparon un 54,7% en promedio. Sin embargo, en las góndolas de los supermercados y almacenes el panorama fue peor: los alimentos y bebidas no alcohólicas volaron 6% y acumulan un escalofriante 64% anual. Dos preguntas son pertinentes en este escenario. ¿Qué pasó? y ¿qué hay que hacer para parar este desastre?

La Argentina sufrió en mayo pasado lo que la literatura denomina un “sudden stop”, un frenazo en el financiamiento externo, con salida de capitales combinada con la mala suerte de una sequía que nos hizo perder US$8.000 millones. La crisis nos agarró con un Banco Central que había rifado su credibilidad en el “Día de los inocentes”, abandonando la lucha contra la inflación.

El país dejó de lado entonces el gradualismo, pidió asistencia del Fondo y puso en marcha el plan B: gradualismo acelerado. La nueva propuesta se deshizo en su propia contradicción. Para septiembre ya era evidente que el mercado no creía que el Gobierno pudiera cumplir el oxímoron, el dólar saltó de $30 a $40 y la inflación aceleró al 6,5% en ese mes. Antes que la crisis de confianza coqueteara con los depósitos llegó la hora del plan C, también llamado plan doble cero: déficit cero y emisión cero.

En ese momento el Banco Central buscaba congelar la base monetaria, convencido de que sin emisión no habría más inflación. Los primeros meses el plan dio resultado: se calmó el dólar y la inflación bajó al 5,4% en octubre, 3,2% en noviembre y 2,6% en diciembre. En enero los precios aumentaron ligeramente por encima del mes anterior, pero en febrero se aceleraron, se dispararon por culpa del aumento de tarifas combinado con una fuerte suba de la carne.

El dato que surgía de las consultoras que miden la inflación semanalmente, encendió las alarmas luego de la segunda semana del mes y agarró al Banco Central en off side, en pleno proceso de baja de tasas. En los primeros quince días del mes más corto, la entidad había recortado 10 puntos porcentuales su tasa de referencia y los plazos fijos, que en el último trimestre del 2018 rendían más de 50%, ahora pagaban solo 33%. No se necesita ser un matemático sofisticado para darse cuenta de que las tasas habían entrado en terreno negativo y que, si el mercado pensaba que el 3,8% de inflación de febrero tenía chances de repetirse en marzo, ya no pagaba quedarse en pesos.

Lentamente empezó la filtración al dólar, con el agravante de que los últimos cinco días de febrero el Central devolvió a la plaza $145.000 millones. La semana siguiente se despertó el monstruo, disminuyeron los depósitos a plazo fijo del sector privado $19.000 millones y el dólar subió tres pesos en dos días, alcanzando los $43,41. La contracara de la caída en la demanda de dinero fue la aceleración de todos los precios. El BCRA recogió entonces las velas, sacó casi $180.000 millones de la calle y consecuentemente volvieron a subir las tasas, pero el premio que los bancos pagan a los plazos fijos tardó en reaccionar y recién acaba de llegar al 46% esta semana, justo cuando se conoce la inflación de 4,7% del mes de marzo. Otra vez; la matemática más elemental demuestra que sigue sin alcanzar.

¿Y ahora cómo la paramos? El ministro de Economía empezó su presentación de los anuncios de esta semana diciendo una de esas verdades tan inexactas como inútiles. “El dólar sale lo mismo que cuando empezamos este nuevo programa”. En rigor el billete cotizó $40,70 en la apertura del mes de octubre pasado y cerró el miércoles previo a Semana Santa en $42,90, pero el problema no es el nivel. La psicología cognitiva nos ha enseñado que no estamos diseñados para percibir niveles, sino cambios en las variables. Aun cuando es cierto que el dólar es lo que menos aumentó desde que empezó el plan Sandleris, el problema es que subió de $40 a $45 en poco más de un mes y la baja de $2 en la ultima semana no alcanza para calmar la lógica percepción de inestabilidad.

En otro país, la volatilidad del tipo de cambio puede no impactar mucho en los precios, pero en una tierra que hace 75 años que les paga a los ahorristas menos que la pérdida de capacidad adquisitiva de su dinero, y donde las altas inflaciones forjaron una regla heurística que asimila los movimientos en el dólar como un anticipo de lo que está ocurriendo con los precios, resulta crucial estabilizar la divisa como punto de partida, como condición necesaria, aunque no suficiente.

El jueves hice una encuesta en Twitter en la que pregunté cómo pondrían los precios si fueran comerciantes. Las opciones eran tres: a) en función de los costos de adquisición de la mercadería, b) en función del costo de reposición y c) lo que se banque la demanda. Es sabido que “la red del pajarito” no es una muestra representativa de la sociedad, pero el 44% de los 4047 encuestados dijeron que fijarían los precios de acuerdo a los costos de reposición, mientras que un 31% fue por la opción maximizadora de beneficios indicando que cobraría lo que diera la demanda.

Si el 75% de los que contestaron formarían sus precios mirando para delante, sobre la base de algo que todavía no se conoce y que será preciso estimar de alguna manera, parece evidente que las expectativas son claves para bajar la inflación.

Es importante no caer presa del sesgo de los costos hundidos. Cuando primero en “Psychonomics” y luego en mi blog, planteé la tesis de que “la inflación está en tu mente”, muchos se enojaron porque supusieron que tal idea contrastaba con la certidumbre de los aumentos que perforaban los bolsillos. Pero en materia de políticas antinflacionarias no hay modo de volver el tiempo atrás y la clave es lo que pase con los precios mañana, no lo que ya ocurrió ayer, que es historia antigua.

La historia es muy útil para entender los procesos, e influye en el modo en que las personas forman expectativas. Pero para poner un precio, como confirma la encuesta, es más relevante mirar hacia delante, y el éxito de una política antinflacionaria se mide por su capacidad de quebrar las expectativas de los agentes, haciendo que todos esperen menores aumentos en sus costos de reposición y que piensen que no habrá convalidación monetaria de la demanda, para mantener el ritmo de suba en los precios.

La clave está en transmitir la idea de un cambio de régimen; de un nuevo programa, con reglas que se perciban como simples, lógicas y consistentes, por parte de una autoridad dotada de credibilidad. Hasta que ello ocurra conviviremos con alta inflación.