d0081bEn “There are more things”, Jorge Luis Borges recordaba la Casa Colorada del barrio de Turdera, que en el relato fantástico había pertenecido a su tío Edwin y en la que había aprendido el idealismo de Berkeley, quizás para descansar de la difícil tarea de comprender la noción de la cuarta dimensión del espacio, a partir de los tratados de Hinton.

A punto de rendir el último examen en la Universidad de Texas, el autor de “El Aleph” se entera de la muerte de su tío, pero para cuando logra volver a Buenos Aires, la propiedad había sido comprada y remodelada secretamente por Max Preetorius, un excéntrico millonario que profesaba ritos abominables y que hizo construir muebles con diseños satánicos para decorar su nueva adquisición.

Borges juntó coraje un 19 de enero y encaró hacia la misteriosa propiedad. No necesitó violar el portón ni probar suerte con la puerta para ponderar las trasformaciones de la casa.

El comedor y la biblioteca de mis recuerdos eran ahora, derribada la pared medianera, una sola gran pieza desmantelada, con uno que otro mueble. No trataré de describirlos, porque no estoy seguro de haberlos visto, pese a la despiadada luz blanca. Me explicaré. Para ver una cosa hay que comprenderla. El sillón presupone el cuerpo humano, sus articulaciones y partes; las tijeras, el acto de cortar. ¿Qué decir de una lámpara o de un vehículo? El salvaje no puede percibir la biblia del misionero; el pasajero no ve el mismo cordaje que los hombres de a bordo. Si viéramos realmente el universo, tal vez lo entenderíamos.

Por desgracia Borges ya no está, pero me gusta pensar que si tuviera la chance de planteárselo, coincidiría en que el azar es una de esas cosas que la gente no ve, porque no las comprende.

Es probable conjeturar que la evolución de nuestra especie no haya precisado semejante conocimiento. Que los requisitos energéticos de su comprensión la hayan tornado un lujo inaccesible y que su reemplazo por comportamientos estereotipados: cábalas, conjuros, rituales y demás prácticas con las que buscamos domar la suerte y espantar las malas rachas, no haya importado una desventaja evolutiva, ciento cincuenta mil años atrás, cuando el homo sapiens sapiens comenzó a tomar la forma actual.

Pero si hoy en día realmente comprendiéramos el azar, lo veríamos en todas partes y nuestras decisiones estratégicas pegarían un notable salto de calidad.