Capítulo 9

Desigualdad exponencial

 

¿Qué impacto distributivo tendrá la nueva economía, con una clase social compuesta por millones de millonarios, conviviendo, o en disputa, con otra masiva clase que vivirá en condiciones de subsistencia y una élite megamillonaria?

El 4 de junio de 1975, Edson Arantes do Nascimento, mejor conocido como Pelé, llegó a la tapa de The New York Times por haber firmado un contrato de tres años con el Cosmos, por 7 millones de dólares, lo que lo convertía en el deportista de equipo mejor pago del mundo, de todos los tiempos. Aunque el crack brasileño tenía 34 años y hacía dieciocho meses que había abandonado el balón, declinando incluso su participación en el Mundial de 1974, cumplió su compromiso para «promover el fútbol en América», jugando 64 partidos oficiales en los que marcó 37 goles.

En dinero de hoy, el cachet del triple campeón mundial serían 33,5 millones de dólares; una quinta parte de los 167 millones que, según filtró el diario El Mundo, cobró Lionel Messi en 2020 en Barcelona, sin contar sus contratos publicitarios.

¿Por qué razón, cuando se incluyen los ingresos publicitarios, Messi gana diez veces más de lo que conseguía Pelé?

La primera respuesta podría ser justamente la publicidad, pero aun descontando ese factor, el contrato con el Barcelona le asegura a la Pulga 167 millones de dólares solo en concepto de salario. ¿Hay una burbuja en el mercado, financiada por los dólares de la mafia rusa, o por el lavado de billetes provenientes del narco?

Con el resto de los deportistas de élite ocurre una cosa parecida. Roger Federer, por caso, es el celebrity número 3 en el top ten de Forbes 2020 por haber embolsado 106,3 millones gracias a ser el mago de la raqueta; Cristiano Ronaldo le pisa los talones con 105 millones y el basquetbolista LeBron James se cuela en el noveno lugar con 17 millones menos que CR7. En contraste, los 55 millones que a Mike Tyson le alcanzaron para ser el deportista mejor pago en 1990 (28,6 millones de ese momento), lo dejarían hoy en el puesto 37 del ranking de las cien personalidades mejor pagas del mundo, junto con Ben Affleck y el rapero Sean Combs.

Las hipótesis de burbujas, crimen organizado y demás confabulaciones tampoco explican que otros artistas como Taylor Swift hayan ganado 185 millones de dólares en 2019 o los 175 millones de Kanye West en 2020, más del doble de los 75 millones que le bastaron a Madonna para ser la artista mejor paga de 1990 (39 millones de ese entonces).

La realidad es que las superestrellas ganan cada vez más y el fenómeno no es nuevo. En 1981, el economista Sherwin Rosen, de Chicago, publicó un artículo muy influyente en el American Economic Review, que precisamente se tituló «The Economics of Superstars», donde cuenta el caso de la cantante de ópera Elizabeth Billington, la más demandada por el mercado de Londres en 1801, con ganancias anuales de entre 660.000 y 1.000.000 de dólares —a plata de hoy—, muy lejos de Luciano Pavarotti, que en el pináculo de su carrera valía su peso en oro y cobraba casi 50 millones de dólares anuales.

Lo que el profesor Rosen explicó con claridad meridiana es que fue el cambio tecnológico el que posibilitó que las ganancias de las superestrellas tocaran el cielo. Sin radio, televisión, ni discos, el público al que podía acceder una estrella como Billington se limitaba a la capacidad de la mejor sala de las grandes capitales culturales como Londres, donde el Royal Opera House de Covent Garden podía alojar como máximo a 2.170 espectadores.

Cuando Emile Berliner inventó los primeros discos a finales del siglo XIX inició la construcción del camino que permitiría multiplicar el alcance de las voces de los cantantes más talentosos. Cincuenta años después, la aparición de los vinilos convirtió ese camino en una autopista, y más tarde la radio y la televisión potenciaron la popularidad de los artistas permitiéndoles cobrar mucho más por sus presentaciones en vivo y ayudándolos a vender más discos.

Tenemos tan incorporados a los medios masivos que nos cuesta pensar el mundo sin esas posibilidades de comunicación. Aun así, es muy conocida la anécdota del primer radioteatro de Orson Welles, en 1938, cuando relató una invasión extraterrestre tan real que la ciudad de Nueva York entró en pánico pensando que se acababa el mundo.

Si nos salteamos los CD y los pendrives, la revolución tecnológica en materia de acceso a la producción artística explotó en los 2000 con internet, los celulares y las empresas de streaming que nos permiten escuchar un tema, a muy bajo costo, sin necesidad de tener que comprar el longplay. Lo mismo ocurrió con Netflix, Disney+ o los proveedores satelitales de contenidos, que potenciaron el radio de alcance de actores y comediantes.

Ni hablar de los deportistas, que hasta la llegada de la televisión estaban limitados a la capacidad de los estadios. Gracias a los servicios de cable y a las estrategias de monetización tipo pay-per-view pudieron exprimir mucho más jugo del fruto de su talento.

Aunque ya desde la década del sesenta la emisora británica ponía partidos de tenis al aire, fue el 22 de agosto de 1964 cuando la BBC televisó fútbol por primera vez en el «match of the day», en el que el Liverpool le ganó al Arsenal por 3 a 2. Cinco años después se pudo ver un partido en color. Sin embargo, por reclamo de los clubes que temían perder espectadores en sus estadios, las primeras transmisiones, que alcanzaron tan solo a 25.000 televidentes, no eran en directo.

Hasta 1985, el negocio del fútbol era engullido por la televisión que se quedaba con la crema del espectáculo. Pero a principios de ese año bisagra la Liga inglesa rechazó la propuesta de la BBC, que ofrecía pagarle 19 millones de libras —unos 51 millones de dólares actuales— por un contrato de cuatro años, y el deporte estrella se quedó sin transmisión durante un cuatrimestre. A fines de la década del ochenta, el magnate Rupert Murdoch ofreció la friolera de 47 millones de libras de ese entonces, en sociedad con el grupo Sky, mientras los clubes se peleaban entre sí para acordar por separado los derechos con la televisión. La novela terminó en 1992 con el lanzamiento de la Premier League y un contrato de 192 millones de libras de ese entonces, por cinco años. La escalada de valores fue estrambótica hasta que se firmó el contrato 2016-2019 por el que Sky y BT pagaron el récord de 5.136 millones de libras. Y eso es solo para el mercado local, porque la Premiere levantó otros 3.000 millones de la moneda inglesa por derechos vendidos fuera del Reino Unido.

Desde 1992, los derechos de televisación de la liga más importante del mundo desde el punto de vista económico se multiplicaron por 35 en veinticuatro años, incluyendo el mercado mundial, y todavía estamos hablando del pasado. El contrato 2019-2022 vino con un descuento del 9,6% en relación con el anterior, pero el número esconde que por primera vez se hizo el experimento de abrir el juego a los servicios de streaming, en una oportunidad que aprovechó Amazon Prime, para transmitir dos fechas por temporada, con todos los partidos al aire, algo que nunca había ocurrido. Netflix, Facebook y Google, por distintas razones, técnicas y estratégicas, se retiraron de la contienda pero, si pujan en 2022 y compiten con la televisión, sin dudas veremos un nuevo récord. Por un lado, porque las plataformas ya prometen una transmisión personalizada, en modo flow, por pantallas alternativas a la TV, empezando por los celulares, pero por otro lado porque garantizan una sintonía mucho más fina en materia de monetización, dado que pueden combinar la calidad del espectáculo con la potencia del big data puesto al servicio de crear avisos publicitarios customizados, de mayor impacto, aprovechando toda la información que las redes sociales tienen sobre sus usuarios y eventuales consumidores.

Aún no vimos los frutos potenciales de esta última revolución de redes sociales, pero me animo a asegurar que cambiará de manera dramática el modelo de negocios que le dará de comer a los creadores de contenidos, con una potencia y en una forma tal que hará que el contrato de Sky y BT parezca una limosna.

Lo que ocurrió durante estos años es que los artistas y los deportistas mejoraron la calidad de sus espectáculos, porque además es mucho más accesible producir música o películas, mejorar el aspecto físico, armar coreografías y construir escenografías que mejoren la puesta en escena. Y gracias a la tecnología, ampliaron de manera espectacular la cantidad de clientes a los que pueden vender sus servicios, multiplicando sus audiencias por millones.

En la economía industrial que dibujó los contornos del desarrollo económico de la segunda mitad del siglo pasado, la globalización fue una oportunidad espectacular de ganar nuevos mercados. Si Ford o Chevrolet, que vendían poco más de un millón de autos por año en los cincuenta, conseguían acceso a un nuevo mercado que les permitiera duplicar las ventas, también debían hacer lo propio con la producción, multiplicando por dos, en el mejor de los casos, el tamaño de sus plantas, la dotación de personal y la demanda de acero y cauchos, entre otros insumos.

El impacto de la apertura en los servicios deportivos y culturales es una historia muy distinta. A diferencia de los bienes materiales, no requieren ser producidos cada vez que aparece un nuevo comprador; técnicamente tienen costo marginal cero, lo que significa que pueden satisfacer mayores demandas a un costo adicional completamente despreciable, de suerte tal que cada cliente nuevo al que se le logra cobrar el servicio es ciento por ciento ganancias. Pero además esa tecnología genera costos medios decrecientes, lo que quiere decir que cuantos más usuarios tiene una plataforma, por más personas divide sus costos fijos de producción, de suerte tal que se tornan más competitivas cuanto más grandes son, desplazando a la competencia y formando monopolios tecnológicos, como Google.

Cuenta el economista, periodista y brillante divulgador norteamericano Tim Harford que, a fines del siglo XIX, los primeros discos creados por Edison tenían la forma de un barril y grababan el sonido con fonógrafos, aunque lo hacían de a uno por vez y no admitían la copia, por lo que las primeras ediciones musicales requerían que el artista efectivamente cantara una y otra vez la misma canción. George Johnson, un cantante de ragtime —el estilo musical apoyado en los silbidos—, fue contratado por dos compañías de fonógrafos de Nueva York y New Jersey, para que grabara sus canciones en los aparatosos antepasados de los discos, por 20 centavos cada dos minutos de performance —unos 5 dólares actuales—. Dadas las limitaciones de esa tecnología, la producción de Johnson era captada por cuatro o cinco fonógrafos al mismo tiempo, lo que obligaba al artista nacido en Virginia a repetir tantas veces el tema como su cuerpo lo permitiera.

Si George tenía suerte y crecía su demanda, sufría las mismas limitaciones que los productores de autos, debía volver a grabar cada vez que aparecía un nuevo cliente.

Probablemente, si Johnson hubiera tenido el diario del lunes y la posibilidad de pedir un deseo, habría pagado por haber nacido diez años después, cuando Emile Berliner inventó los discos que permitieron la copia en serie, con la consiguiente multiplicación de los ingresos de los artistas, sin que fuera necesario sumar mayores esfuerzos de producción.

Pero lo que tanto Rosen como Harford explican es que la tecnología no multiplicó los ingresos de todos los artistas de forma homogénea, sino que potenció a los más talentosos, pero afectó negativamente a los mediocres, que solo eran demandados por la imposibilidad que tenían los más eximios de multiplicar sus cuerpos.

El temor que los clubes de la liga inglesa tenían en los sesenta —cuando se empezaron a transmitir los partidos por TV— estaba infundado. A la postre quedó demostrado que la mayor popularidad que alcanzan las superestrellas, lejos de reducir la concurrencia a los estadios de primera división, aumenta el precio que los espectadores están dispuestos a pagar por una entrada y le agregan una torta de dinero de los auspiciantes y el merchandising. En cambio, cuando la calidad del espectáculo en vivo disminuye, el efecto sustitución pega más fuerte y es probable que un potencial concurrente que ponderaba la posibilidad de ir a ver un partido de segunda o tercera división prefiera quedarse en el living de su casa viendo el show de Messi o el de Ronaldo en los mejores equipos europeos.

Al mismo tiempo, los avances tecnológicos respecto de la producción de contenidos, que hacen que hoy en día cualquier chico pueda crear música o incluso filmar una película con un celular y un estabilizador de 100 dólares, también multiplican la oferta, permitiéndoles a muchos artistas que hace unos años hubieran quedado marginados ganar dinero, y a los más talentosos, hacerse millonarios.

En otras palabras, el shock tecnológico tiene dos efectos: por un lado, crea valor, multiplicando los ingresos, pero por el otro lado, modifica su distribución.

¿Cómo luce el modelo de creación de valor de la nueva economía? ¿Se parece más a la industria automotriz o a la de los espectáculos?

Repasemos el top ten de los más ricos del mundo.

El magnate japonés del real estate Yoshiaki Tsutsumi era el más rico del planeta en los ochenta con una fortuna de 44.000 millones de dólares actuales, pero a fines de los noventa el número uno era Bill Gates, con 135.000 millones verdes. Durante 2000 hubo mucha volatilidad; explotó la burbuja de las punto com haciendo caer la riqueza de las tecnológicas y al mismo tiempo permitió que la especulación financiera empujara a Warren Buffett —inversor y empresario estadounidense— al tope del podio, con «solo» 72.000 millones de dólares. Sin embargo, en la última lista de Forbes se coló en la cima Jeff Bezos, el dueño de Amazon, el retail más importante del mundo, con 113.000 millones, mientras que Jim, Alice y Robert Walton, los herederos de Walmart, el retailer más grande de «carne y hueso», fueron relegados a los lugares 8, 9 y 10 respectivamente.

Como nota de color, Bezos tenía 160.000 millones en 2018, pero perdió 36.000 en el divorcio más costoso de la historia, que le abrió las puertas de la lista de los más ricos a su ex mujer, Mackenzie Scott, que con esa flamante fortuna quedó en el puesto 22 del ranking mundial.

Cuatro de los diez del podio son dueños de empresas tecnológicas; además de Bezos, Bill Gates y Mark Zuckerberg no necesitan presentación, porque comandan Microsoft y Facebook respectivamente, pero también Larry Ellison, el número uno de Oracle, está entre los más ricos, con 59.000 millones. De manera interesante, hay dos integrantes del club de los diez más potentados que no son actores de las IT, pero que construyen valor con la misma lógica del costo marginal cero. Se trata de Bernard Arnault y Amancio Ortega, creadores de marcas como Louis Vuitton, Sephora y ZARA, que si bien es cierto que requieren de la fabricación de una nueva cartera, un nuevo cosmético o una nueva prenda, cada vez que conquistan un cliente adicional, se benefician en una mayor proporción porque el costo de producción de esos bienes materiales sobre los que se apoya el valor simbólico de la marca que justifica esos precios resulta despreciable.

Si levantamos la vista del top ten existían en el año anterior 2.153 personas en el mundo que tenían más de 1.000 millones de dólares y que sumados amasaban 8.700.000 millones, u ocho trillones, aunque solo 252 de ellos eran mujeres.

El crecimiento de los unicornios personales ha sido formidable desde que Forbes armó la primera lista en 1987, identificando entonces solo 140 personas en todo el mundo que superaban ese baremo establecido arbitrariamente en los 1.000 millones. Cierto que la inflación ha acercado el arco, aunque nunca hubo tantos megarricos en el mundo como ahora, lo que implica que la enorme mayoría de ellos son self-made y que la movilidad social en la punta de la pirámide es espectacular.

Por otro lado, en 1982, cuando se empezó a elaborar el ranking de las 400 personas más ricas de Estados Unidos según Forbes, los patrimonios sumados ascendían a unos 242.000 millones actuales, mientras que en 2019 totalizaron 2.960.000 millones.

Así, la fortuna global de los más ricos se multiplicó por doce en treinta y siete años, a un ritmo de crecimiento real del 7% anual.

No solo los megarricos son cada vez más ricos, sino que no son los mismos. A diferencia de otros períodos, la movilidad social es tan notable que solo 64 de los 400 son herederos de grandes fortunas, mientras que otros 67 recibieron «pequeñas» herencias que tuvieron la capacidad de multiplicar para entrar en este selecto club. La gran mayoría formada por 269 ultrarricos hizo sus fortunas de cero; 71 de ellos son tecnológicos. El embajador de este grupo de newcomers es Tim Sweeney, el dueño de Epic Games, la compañía creadora del Fortnite, que entró en el ranking de 2019, en el puesto 150, con cuatro billones y medio de dólares.

Si la pandemia muestra algún efecto sobre las grandes fortunas, como hemos dicho, es el de acelerar la transformación que generó muchas de esas riquezas, a punto tal que según Bloomberg los 500 billonarios más grandes del mundo sumaron 1,8 trillones americanos de dólares a sus patrimonios durante 2020, y Elon Musk, que según Forbes estaba en el puesto 31 a principios del año pasado, con 24.000 millones, hoy es el hombre más rico del planeta con 208 mil millones de dólares, mientras que Bezos no pudo retener el primer puesto a pesar de haber incrementado su fortuna en casi 70.000 millones. De manera notable se metió en el séptimo lugar el chino Zhon Shanshan, que embotelló 87.000 millones de dólares con el agua mineral Nongfu Spring, y volvieron al top 10 los fundadores de Google, Larry Page y Serguéi Brin.

Lo que estos números muestran son varios patrones. Primero, que aunque se mantienen grandes patrimonios en negocios tradicionales como el real estate, o el retail, son cada vez más los nuevos ricos que amasaron sus fortunas de cero en empresas tecnológicas, o en la elaboración de productos cuyo valor subyacente es despreciable, con relación al valor simbólico de las marcas que han sabido edificar, como el caso de Kylie Jenner, media hermana de las Kardashian, que acumuló 212 millones de seguidores en Instagram, luego de diez años de una meteórica carrera como influencer que arrancó en el reality show de su familia. En 2015, la joven estrella mediática lanzó Kylie Cosmetics y le fue tan bien que llegó a amasar 1.650 millones de dólares, para desplazar a Mark Zuckerberg y ostentar el récord del billonario más joven de la historia. Este patrón, lejos de diluirse, se aceleró con la pandemia y siete de los diez más ricos del mundo son hoy del sector IT.

Segundo, que la mayoría de estos negocios escalan de manera exponencial porque cuentan con una tecnología de costos marginales despreciables y extraordinaria masividad, lo que hace que sus ingresos crezcan a una velocidad muy superior a la de los negocios tradicionales. Sí, todavía hay lugar para los emprendedores inmobiliarios como Hui Ka Yan, los petroleros diversificados en industrias relacionadas como Charles Koch, o los dueños de comercios minoristas tradicionales como los Walton, pero la inmensa mayoría de los cien más ricos son tecnológicos, o como el caso de Slim se apoyan en industrias tecnológicas masivas como los celulares, o el desarrollo de marcas que también se apoyan en la masividad, como Françoise Bettencourt, de L’Oréal.

Tercero, que la riqueza de los 2.153 billonarios —en billones americanos— equivale al 10% del PBI mundial, aunque también es muy volátil porque está constituida por activos financieros y propiedades cuyas cotizaciones fluctúan permanentemente, como lo acaba de demostrar el salto en la fortuna de los 500 más ricos «gracias» a la pandemia. Así como le ocurrió a Yoshiaki Tsutsumi, que era el hombre más rico del mundo en la década del ochenta y desapareció de la lista de billonarios pocos años después, las riquezas pueden subir o bajar, modificando los rankings permanentemente. Por otro lado, se trata de riquezas poco líquidas, que no es lo mismo que tener toda esa plata en el banco, por más esfuerzos que se hayan hecho a la hora de valuar los activos en relación con sus valores de mercado.

Cuarto y muy importante, es cierto que en el mundo de las finanzas es difícil de conectar la fortuna personal de un Warren Buffett o un Michael Bloomberg, que son la cuarta y decimosexta personas más ricas del mundo respectivamente, con el bienestar social. Aunque eso pueda ser discutible, prácticamente en todos los demás casos hay una distribución de bienestar social que corre en espejo a las grandes fortunas y de la que nunca se habla. Y no estoy hablando del famoso «efecto derrame», de los empleos que crean, o del dinero que entregan en beneficencia.

Pongamos el caso de Bill Gates. Cada uno de los dólares que tiene se los ganó resolviéndole problemas a la gente; creando valor social, con cada nuevo software que multiplicó la productividad mundial y nos hizo más fácil la vida a todos. Microsoft, la segunda empresa más importante del mundo, con una valuación de mercado de 1.757 billones de dólares —billones de doce ceros en este caso—, facturó en 2020 unos 143.000 millones, entre los que se cuentan los 719 pesos mensuales que pago gustoso por la licencia del Office que tengo en mi computadora. El punto crucial, válido para cualquier transacción económica, es que si abono ese dinero a la empresa es porque del otro lado del mostrador recibo un producto que para mí vale esa plata y en muchos casos —como el mío—, vale mucho más, porque me simplifica el trabajo y hace que mi vida sea más fluida; una diferencia entre la valoración que hacemos de un producto y lo que terminamos pagando por él, que los economistas llamamos excedente del consumidor.

Puesto en un ejemplo más simple y mundano, es cierto que cuando voy a la verdulería y pago 250 pesos por un kilo de manzanas, el verdulero embolsa el dinero, pero yo me quedo con las manzanas, que para mí valen incluso más que eso.

Esto es muy importante porque hay cierta fantasía de que vamos a una economía de ingresos tan concentrados que solo un puñado de personas podrá comprarse el mundo y el 99% restante terminará mendigando. Eso es matemáticamente imposible porque cada peso embolsado por los que crean valor del otro lado del mostrador tendrá una contrapartida de un bienestar al menos equivalente. Pero, además, porque para que Bill Gates pueda facturar es preciso que las personas que compran el producto tengan el dinero. No es posible que Microsoft venda millones de copias en un universo de gente que no puede pagarlas.

 

Hacia un mundo más rico y más desigual

Ahora bien, si combinamos lo que sabemos sobre cómo funciona el sistema capitalista en términos de creación de valor, miramos la historia reciente sobre la evolución de los paradigmas de negocios —que nos muestra una expansión mucho más acelerada de industrias de costo marginal insignificante— y pensamos en la consecuencia que ya está teniendo esa forma de acumulación en la distribución de los ingresos y de la riqueza global, no resulta difícil comprender que la singularidad, al potenciar el valor de los datos haciendo más eficientes los modos de producción y barriendo con las estructuras caras de intermediación, tendrá como resultado multiplicar espectacularmente la creación de valor. Esto implicará un salto en el bienestar global, aunque también una mayor desigualdad en los ingresos, porque esa lógica de creación de valor de las empresas tecnológicas y de servicios basados en el conocimiento tiene la morfología de la economía de las superestrellas, que tan claramente describió Sherwin Rosen.

Esto quiere decir que se multiplicarán los billonarios; incluso no sería extraño que lo hicieran a una velocidad mayor que la que observamos en los treinta y cuatro años que lleva Forbes relevando a los superricos del mundo, porque el crecimiento será exponencial. Y si la distribución empeora, eso significa que la facturación de los ricos crecerá más rápido que el ingreso promedio, haciendo que explote la cantidad de billonarios. Si entre 1987 y 2019 pasamos de 140 a 2.153 personas unicornio, con más de 1.000 millones de dólares, es muy probable que alcancemos los 33.110 megarricos en la mitad del tiempo, como también es altamente factible que se multiplique la cantidad de afluentes que no lleguen a esos niveles estratosféricos pero que amasen una fortuna que les permita vivir sin tener que trabajar.

De acuerdo con un informe del Banco Credit Suisse, hay 46,7 millones de millonarios en el planeta, mientras que en 2011 pertenecían a ese club solo 29,8 millones de personas y aunque es cierto que la población ha crecido, no lo ha hecho tan rápido.

En el contexto de la nueva economía es factible que también se acelere la cantidad de millonarios, creciendo a una velocidad mayor de lo que estamos observando.

Vamos a un mundo de 100 millones de millonarios en los próximos diez o quince años y no será, como supone el teórico social marxista David Harvey, un fenómeno de «acumulación por desposesión», en el que la fortuna de los nuevos ricos se edificará sobre las ruinas del resto de la sociedad, aumentando la plusvalía o extrayendo más recursos del medio ambiente, sino todo lo contrario, porque la nueva economía no es un juego de suma cero sino una revolución que potenciará la creación de valor.

El avance tecnológico está cambiando las posibilidades de construir riqueza, democratizando de una manera nunca vista los patrones de acumulación y permitiendo que el talento, el esfuerzo, pero también la oportunidad y el capital social, forjen fortunas.

El mundo será mucho más desigual, por la misma razón por la que los autos que estaban compelidos a transitar a velocidades similares en un camino de tierra se sacarán distancia si se les permite circular en una autopista de varios carriles que no tenga límites de velocidad. La tecnología permitirá explotar las potencialidades individuales y grupales, reemplazando las capacidades básicas de tareas repetitivas y fáciles de automatizar, pero también fomentando la productividad de tareas basadas en la creatividad, la explotación de datos, el pensamiento crítico y la toma de decisiones en contextos inciertos.

Cuando Sam Walton triunfó con su primera tienda en 1945, basado en conceptos nuevos y revolucionarios para entonces, como los manejos más eficientes del stock, el autoservicio, los descuentos promocionales y la superabundancia de productos, estaba haciendo en esencia lo mismo que hizo Jeff Bezos cuando montó cadabra.com, la primera librería online que usaba herramientas de inteligencia artificial para aprender de sus clientes. Pero mientras que al padre de Walmart le llevó treinta años expandirse para captar la demanda global de consumidores minoristas, al progenitor de Amazon le tomó treinta días llegar a vender libros en cincuenta estados de Norteamérica, exportando además a cuarenta y cinco países. Cuatro años más tarde la revista Times ya consideraba a Bezos la persona del año y el rey del e-commerce.

El capitalismo siempre brindó oportunidades para que las personas con ideas disruptivas y talento para los negocios encontraran formas de resolver problemas a la gente y las monetizaran, generando al mismo tiempo un enorme bienestar social y una acumulación de riqueza que aumentaba la desigualdad del otro lado del mostrador. En términos de los principios de justicia de John Rawls, esa desigualdad es aceptable porque mejora el bienestar de los que están peor y genera oportunidades abiertas a todos por igual. Es verdad, no obstante, que no todos disponen de los 280.000 dólares que, a plata de hoy, le prestó a Sam Walton su suegro para que abriera la primera tienda, ni los 500.000 dólares que le facilitaron al dueño de Amazon sus padres, cuando todavía no había cumplido los 30 años, como tampoco todos los emprendedores vienen de una familia acaudalada como Marcos Galperín, el dueño de Mercado Libre. Aun así, hubo muchísima gente que tuvo oportunidades similares pero que careció del talento, la visión y la actitud hacia el riesgo de estos monstruos del comercio, o simplemente no tuvo la misma suerte.

Lo que ocurre ahora es que la tecnología está acelerando la velocidad a la cual una buena idea puede expandirse, llegando a servir grandes porciones del mercado en muy poco tiempo. Y así como no es lo mismo la capacidad de un comerciante local de resolver problemas y responder a las demandas de cien o doscientos clientes cada día, que la de una tienda online que puede brindar soluciones a un millón simultáneamente, tampoco son similares las velocidades de acumulación de riqueza en uno y otro contexto.

Walton tuvo que abrir nuevas sucursales para acceder al mercado argentino, alquilando o comprando locales, invirtiendo en los edificios, contratando nuevo personal, capacitándolo, construyendo las redes de distribución local y los contactos con los proveedores, entre otros. Bezos solo tuvo que contratar una traductora que por unos pocos miles de dólares armó una versión de su sitio en español. Por eso la velocidad a la que crecen los ingresos de Amazon es mucho más vertiginosa que la tasa de expansión de la facturación de Walmart.

Por suerte en ninguno de los dos casos se trata de negocios que ganen dinero a partir de extraer rentas, gracias a algún beneficio estatal. En economía denominamos de esa manera a las ganancias que no son obtenidas por una inversión que mejora la productividad o la calidad del producto, sino por una limitación artificial que impide que otros competidores entren a un negocio, como cuando el Estado otorga una licencia de explotación con exclusividad. De hecho, entre los megamillonarios del mundo hay algunos que acumularon su riqueza ayudados por alguna prerrogativa del Estado, como Sheldon Adelson, magnate dueño de casinos en Las Vegas, Singapur y Macao. El empresario fue uno de los principales aportantes de la primera campaña de Trump con una donación de 132 millones de dólares, una cifra muy similar a los 128 millones que pagó por su primer casino, pero que resulta insignificante cuando se la compara con los 39.500 millones de su patrimonio. Precisamente, este es uno de los negocios que la disrupción tecnológica está multiplicando, por un lado, pero desafiando por el otro, dado que el juego online se puede hacer desde cualquier lugar y es muy difícil de regular por parte de los gobiernos. De hecho se estima que aproximadamente 50.000 argentinos juegan póker online en sitios como PokerStars, Partypoker, u 888, que no tienen —todavía— habilitación en nuestro país.

La falta de regulación o las normas mal diseñadas pueden crear en muchos de estos casos competencia desleal de proveedores online que tienen estructuras de costos de por sí más económicas que un local físico y pagan menos impuestos o tienen menos exigencias que un comercio tradicional, que soportando todas las cargas no podrá sobrevivir mucho tiempo más. No me refiero aquí solamente al juego. Bezos se expande más rápidamente que Walton, en parte porque paga menos impuestos y esa es la crítica que reciben los unicornios argentinos como Mercado Libre que están arrasando con la competencia en el comercio minorista y que pronto harán lo propio con inmobiliarias, concesionarias de autos y bancos, por nombrar algunos negocios donde la multilatina está poniendo sus ojos.

En la historia de la humanidad, el Estado ha creado millonarios y también pobres, más allá del indudable rol mejorador de oportunidades de la educación y la salud pública. No siempre ha habido procesos de licitación transparentes y competitivos para convertirse en proveedor del Estado, contratista de obra pública, o para obtener licencias de explotación de recursos naturales, transporte público o juegos de azar. Y aunque es indudable que los gobiernos seguirán fabricando y destruyendo fortunas con sus políticas, en el nuevo modelo de creación de riqueza su margen de maniobra es mucho menor. Cualquiera que tenga el talento, la iniciativa y los recursos, se meterá en las grandes ligas sin pedir permiso, aumentando la competencia y amasando sus propias fortunas en el camino.

 

La estructura distributiva a la Instagram

En el nuevo contexto la distribución de los ingresos se parecerá a la de los deportistas, los músicos, los actores o los influencers de las redes sociales. Instagram, por ejemplo, anunció en 2019 que había llegado a los 1.000 millones de usuarios activos mensuales. Sin embargo, según la consultora Mention, el 69,9% tiene menos de 1.000 seguidores; un 15,7% cuenta de 1.000 a 10.000, y un 5,7% acumula entre 10.000 y 50.000 seguidores. Para empezar a hacer dinero en esta red social hay que ser al menos un microinfluencer, lo que requiere haber pasado los 10.000 seguidores, e idealmente estar en el club de los que superan los 50.000, cifra lograda solo por un 3,1 % de los usuarios que, según Financial Times, pueden cobrar unos 350 dólares por una campaña. En cambio, los «ricos en seguidores», que tienen entre 100.000 y 1.000.000 de followers, responden al 3,7% del total, y pueden facturar 2.700 dólares para distribuir una publicación de una marca.

Si ya sumamos al 97,8% de la población mundial de Instagram, nos queda una élite de megamillonarios representada por el 2,2% de la población de esa red social, que pueden vivir de influencers dado que, según la publicación financiera especializada con sede en Londres, alguien que tenga entre 4 y 20 millones de seguidores puede facturar de 6.000 a 17.000 dólares por campaña. Ni hablar de los ultrarricos, que son los famosos con un público mayor a los 100.000.000. Para muestra basta un botón: Kylie Jenner, la media Kardashian que le robó a Mark Zuckerberg el podio de billonaria más joven del mundo, cobra un millón de dólares cada vez que postea un aviso publicitario a sus 212.000.000 de seguidores y con 590 millones de dólares de facturación anual es la celebrity mejor paga del mundo.

Mi sospecha es que la distribución de los ingresos en la economía será muy similar a la de los seguidores en las redes sociales, que tampoco se diferencia tanto de la de los futbolistas o los artistas populares. Una economía de superestrellas, donde todos estarán mejor, porque cada peso acumulado por un millonario que creó valor de la nada tendrá como contrapartida un problema resuelto, un bien producido o un servicio prestado a una persona que al adquirirlo mejorará su bienestar, porque habrá recibido un valor —al menos equivalente— al dinero pagado y en la mayoría de los casos con algún excedente del consumidor adicional. Pero también un sistema económico en el que habrá enormes diferencias, con una nueva clase masiva de millonarios, tal vez como lo es hoy la clase media alta y una isla de billonarios del tamaño de un estadio de fútbol completo de gente obscenamente rica.

Por debajo de ellos habrá mucha heterogeneidad. Imagino una «clase media tecnológica» equivalente a la de los microinfluencers de las redes sociales, donde entre un 8% y un 10% de la población vivirá creando valor en la nueva economía con miles de emprendimientos, pero sin alcanzar audiencias millonarias. Esa masa crítica tendrá una enorme movilidad social, porque de ella surgirán, cada tanto, los millonarios de la nueva economía, algunos de los cuales terminarán en la élite de billonarios.

Pero la economía no será solo digital, ni la única inteligencia que habrá será artificial.

Lo que las transformaciones sociales producidas por el shock tecnológico de los últimos treinta años nos enseñan es que habrá mucha resistencia al cambio por parte de gobiernos, gremios y grupos de interés en general, de modo que es muy posible que en paralelo subsista una segunda capa de clase media de la sociedad tradicional, con trabajos en el sector público, en actividades protegidas por regulaciones o en espacios del tercer sector, que se muevan con una lógica de economía social, no mercantil.

Una tercera capa de clase media estará constituida por todos los que trabajen en actividades que se vean potenciadas por la inteligencia artificial, como la salud, la enseñanza, el cuidado de personas, las actividades artísticas, los movimientos religiosos y otras áreas en las que la inteligencia artificial, lejos de desplazar empleo, lo complemente. Por ejemplo, es difícil pensar que un feligrés acepte que la misa sea oficiada por un robot o esté dispuesto a confesarse con una aplicación, aunque el potencial de una iglesia que use big data para identificar asistentes, segmentando los mensajes de convocatoria y haciendo un seguimiento de cada uno de ellos después de la misa, puede ser mucho más considerable de lo que pensamos. Así lo entendió la gente de Kuzzma,

una empresa que instala un software de reconocimiento facial en iglesias de Brasil, para identificar a cada uno de los «clientes» de esa casa de Dios y anticiparles a los pastores los patrones de comportamiento, ayudándolos a identificar en qué momento un feligrés está dubitativo durante el sermón, o deja de asistir a misa, para que alguno de los motivadores le haga una visita a domicilio o un llamado telefónico comentándole que Dios está preocupado porque lo ve disperso y poco comprometido con la ceremonia. Kuzzma no es la única empresa que vio la veta. La gente de Igreja Mobile que trabaja para 160 templos en el país de los cariocas ofrece un software capaz de detectar las emociones de cada uno de los asistentes a la misa, a partir de las cuales predice el sentimiento de los asistentes, permitiendo que el pastor calibre la misa, con la misma lógica que un presentador de TV ajusta el rumbo de sus entrevistas siguiendo el minuto a minuto del rating que le pasan por el auricular.

Pero habrá también perdedores. La proliferación de los discos de vinilo que multiplicó las voces de los Beatles desvalorizó a otros artistas de menor talento que hacían su performance en bares y discos donde antes del invento no había otra música que pasar. Lo mismo ocurrirá en la nueva economía.

Como hemos visto, muchas tareas serán automatizadas, lo cual liberará tiempo poco productivo para que los trabajadores puedan rendir mejor en sus empleos, potenciando su productividad, aunque también desplazará mano de obra en empleos donde la automatización será completa o muy alta, como sucede con los cajeros de los puestos de peajes y los supermercados, con los carteros que entregan correspondencia o con los oficiales de evaluación de riesgo crediticio de los bancos.

En muchos de esos casos, como ya ocurrió durante el shock tecnológico de los noventa, por ejemplo, la reconversión no será fácil y habrá un ejército de desocupados estructurales, con dificultades para ingresar en los nuevos empleos de la disrupción y sin contactos para conseguir algún puesto en la porción de la economía tradicional que resista de la mano de las regulaciones o el empleo público.

Es probable que esta clase desplazada se mantenga en actividades informales, como las changas, las ventas ambulantes o, en el peor de los casos, caigan en la clase marginal, que será el segmento poblacional donde observaremos menos cambios, más allá de su crecimiento por simples razones demográficas puesto que, sin movilidad social, las clases se multiplican por la tasa de crecimiento y mortalidad de sus miembros.

Paradójicamente esta es una idea parecida a la que el economista Thomas Piketty tiene respecto de los factores productivos. En El capital en el siglo XXI, el francés sostiene la tesis de que el crecimiento de la desigualdad se produce porque la tasa de retorno del capital es mayor que la tasa de crecimiento de la economía. Como el PBI del otro lado de la ecuación de producción equivale a la sumatoria del pago a los factores productivos, si los capitalistas están ganando cada vez más, es porque la remuneración de los asalariados, los terratenientes o los empresarios está creciendo por debajo de la tasa a la cual se expande la actividad. Si las clases sociales no se definen en el sentido clásico, por la pertenencia de los factores de producción, sino por el rol de los trabajadores en la nueva economía, pues también es lógico que la desigualdad aumente si los trabajadores marginales, que están obviamente fuera de la nueva economía y que tampoco encajan en la resistencia del modelo tradicional, tienen una tasa de crecimiento poblacional mayor al resto. Los economistas Claudio Lucifora y Rob Simmons, de la Universidad Católica de Milán y Lancaster University, respectivamente, demostraron mediante datos del fútbol italiano que efectivamente había tres categorías de jugadores de fútbol: las superestrellas, los seleccionados y los jugadores ordinarios. Mientras los primeros, generalmente delanteros con más de 0,4 goles por partido, ganan en promedio un 67% más que los ordinarios, los que llegan a la selección tienen un premio que oscila entre 41% (nacionales) y 51% (extranjeros). La conclusión de los investigadores es que el hecho de estar seleccionados o haberse convertido en superestrellas los hace mucho más difíciles de sustituir, mientras que los jugadores comunes pueden ser reemplazados con relativa facilidad. Es plausible pensar que en la economía de las superestrellas que está generando la gran disrupción tecnológica suceda lo mismo y que los trabajadores que se complementen y potencien con el uso de la inteligencia artificial sean más difíciles de reemplazar, aumentando por lo tanto su premio salarial respecto de los que no se apoyen en el uso de la IA y caigan en el conjunto del montón, siendo reemplazables no solo por los robots, sino por cualquier otro trabajador. Estos trabajadores «ordinarios» incluso si acaban siendo empleados sufrirán la presión del ejército de reserva de desocupados, para ponerlo en términos de Marx.

Por otro lado, una de las lecciones más recientes del proceso de uberización de la economía es que además de los puestos tecnológicos creados en torno al desarrollo y mantenimiento de las plataformas y de la promoción y puesta en valor de su modelo de negocios, han generado considerable empleo en los sectores de más bajos recursos y relativamente escaso capital humano, que se suponía que iban a ser desplazados por la tecnología y que están manejando Uber, repartiendo los Glovo, o vendiendo cosas por Mercado Libre. Ciertamente, la uberización rompe los esquemas tradicionales de intermediación y junta las puntas de manera mucho más eficiente, aunque requiere de recursos y empleo para hacerlo.

Por último, no solo que el sistema capitalista aplicado a la nueva economía garantizará que cada uno de los dólares de los 100.000.000 de millonarios y cerca de 33.000 billonarios que habrá en los próximos diez a quince años se corresponda con un mayor bienestar de los miles de millones de consumidores que lo hicieron posible al elegirlos, porque compraron algún producto o servicio que les resolvió un determinado problema, o que les dio una mayor satisfacción que el dinero que pagaron, sino que ese dinero continuará girando en el circuito económico y generará una nueva ola de demanda de bienes y servicios, muchos de los cuales ni siquiera aún se han inventado. Otra vez, miremos hacia atrás. La predicción de Keynes era en parte acertada; la productividad se multiplicó por siete en los últimos noventa años. Sin embargo, la gente que podría vivir como un inglés de clase media de 1930, trabajando solo tres horas por día, prefiere vivir como un inglés de clase media de 2021, aunque deba trabajar ocho horas para poder comprar todos esos bienes y servicios que no existían hace noventa años, desde los celulares a las computadoras y la comida precocida, hasta los autos, la música y las maquinitas de afeitar. Contrariamente a los pronósticos apocalípticos, habrá más oportunidades. Pero tendremos que acostumbrarnos a tener una heterogeneidad cada vez mayor en los resultados, con una estratificación social mucho más marcada. O viviremos tiempos de grandes convulsiones sociales, si el sistema político no encuentra el modo de lidiar con esas diferencias.