Imaginemos que los salarios de un país suben en pesos, más o menos lo mismo que la inflación, de modo que la capacidad de compra del sueldo permanece sin grandes cambios. Supongamos que ello ocurre en un contexto en el que el dólar y las tarifas de luz, gas y agua, aumentan sustancialmente menos que lo que lo hacen el resto de los precios de la economía.
¿Qué ocurriría? Empezando por los servicios, puesto que la generación, transporte y distribución de la energía y el agua tienen muchos costos que acompañan a la inflación, como es el caso de la mayoría de los insumos y sobre todo de los sueldos del personal, es evidente que las empresas se fundirían salvo que el Estado las financie subsidiando la diferencia.
Pero, además, si el precio se mantiene congelado en medio de una inflación muy alta, deja de cumplir su rol de transmisor de información. El mensaje para los consumidores es: “Consuman que sale gratis, hay luz, gas y agua para tirar para arriba”, mientras que a los productores se les está diciendo “no inviertan, no se esfuercen por ser eficientes y bajar costos, porque el Estado paga todo”.
Obviamente, si me dan a elegir entre pagar la factura completa de luz o abonar sólo el 20%, prefiero disfrutar del subsidio, porque además ese dinero que no tendré que gastar en la factura de los servicios básicos lo puedo destinar a comer afuera, cambiar el celular, o comprar una prenda de vestir.
Pero esa es una falsa opción porque lo que ocurre es que como nada es gratis, la plata que yo no pago, la pone el Estado en forma de subsidios y como el Tesoro no genera recursos propios, esto en castellano implica más impuestos, o sea que me cobran por un lado lo que supuestamente me regalaban por el otro.
Sin embargo, aunque muchos entienden que era una ilusión que la luz y el gas salieran en el Area Metropolitana Buenos Aires, lo mismo que un café con dos medialunas, la sensación (correcta) de mucha gente es que ahora hay una suerte de doble imposición, porque nos están haciendo pagar a cada uno lo que consumimos, como corresponde, pero salvo en el caso del millón de personas a los que se les bajo Ganancias, seguimos sufriendo el impuesto inflacionario. Hay un problema de timming con las medidas y si la inflación no baja drásticamente en los próximos meses, la gente se puede cansar de pagar doble.
EL DISCRETO ENCANTO DEL DOLAR BARATO
Entre diciembre del 2007 y el mismo mes del 2015, los salarios del sector privado registrado crecieron nominalmente un 567%, aunque la mayor parte de esos aumentos fueron para compensar la inflación. En términos reales, la capacidad adquisitiva de los trabajadores mejoró sólo 7% en los últimos ocho años, pero como el dólar aumentó mucho menos que el resto de los precios de la economía (pasó de $3,42 en 2007 a $9,74 en 2015), los salarios en dólares crecieron un 84% en ese ínterin.
Esto quiere decir que aunque el bolsillo peleaba cabeza a cabeza con los precios internos, la capacidad de comprar cualquier producto importado prácticamente se duplicó. La consecuencia de eso fue una voracidad inusual por comprar moneda extranjera y una fuerte presión sobre las importaciones de autos, electrodomésticos, celulares, chiches tecnológicos y viajes al exterior, que también son una manera indirecta de comprar dólares.
Al mismo tiempo si Argentina y Brasil, por ejemplo, necesitaban hace 8 años, 1.000 horas hombre para fabricar un auto y pagaban 10 dólares la hora de trabajo, podían competir vendiendo cada vehículo a 10.000 dólares, pero si en nuestro país ahora pagamos 20 dólares la hora, tendremos que salir al mercado con un auto de 20.000 dólares que será carísimo y nadie comprará. La pérdida de competitividad por haber atrasado el dólar, derrumbará nuestras exportaciones y no se necesita ser economista para darse cuenta que el saldo comercial sufrirá dramáticamente, tornando insostenible al dólar barato.
La única alternativa para aumentar salarios en dólares de manera sustentable y sostenible, sería que nuestra productividad crezca mucho más que la de nuestros socios comerciales. Supongamos que hubiéramos mejorado tanto que ahora pudiéramos fabricar un auto con 400 horas de trabajo, mientras que Brasil hubiera mejorado menos y requiriera 800 horas de mano de obra. En esas condiciones y aún pagando salarios de 20 dólares por hora, podríamos ofrecer nuestros autos a U$S 8.000 y competir mano a mano con los brasileños que, pagando 10 billetes verdes por hora, también colocarían en el mercado sus coches al mismo precio que nosotros.
Cualquier mejora de los salarios en dólares, que no tenga su correspondencia en un aumento de productividad, produce una devaluación tarde o temprano, salvo que de golpe el país fuera más rico porque descubriéramos petróleo o porque la soja salga 600 dólares la tonelada.
Pero aún cuando los dólares del campo sirvan para permitir salarios más altos, no se podrá evitar la pérdida de competitividad y la concomitante recesión industrial.
Por supuesto, todo Gobierno que puede, disfruta el atraso cambiario y hace demagogia con las tarifas de los servicios.
La gente rara vez sospecha de las bebidas baratas durante una fiesta, pero rápidamente insulta al que informa que a las dos de la mañana, cuando el baile estaba entrando en calor, se acabó el Fernet.
fuente:
Martin Tetaz es Economista, egresado de la Universidad Nacional de La Plata, especializado en Economía del Comportamiento, la rama de la disciplina que utiliza los descubrimientos de la Psicología Cognitiva para estudiar nuestras conductas como consumidores e inversores. Actualmente es Diputado Nacional.
Errores por todos lados. Saludos.