La juguetería es como un gran supermercado con góndolas que exhiben cataratas de juguetes importados. Los precios me sorprenden; por veinticinco dólares compro dos “sorpresitas” para compensar a Agustín por la semana que lo dejé sin padre y me vine a trabajar a El Salvador; un dinosaurio de hule o algún sintético parecido y un buggy espectacular, para manejar a distancia.

El autito a control remoto era un lujo inalcanzable cuando hace 30 años me tocaba estar del otro lado del mostrador. Pero eso fue antes que llegaran los chinos y rompieran el mercado. Hoy cualquier juguete, textil o producto tecnológico sale regalado…hasta que llegamos a Argentina.

Un mes después de aquella experiencia en Centroamérica vuelvo a una juguetería para buscar algo que le saque una sonrisa a mi nene, el día del niño. Sin embargo, la experiencia ya no resulta tan agradable; en un conocido local platense siento que me quieren estafar. Me piden 700 pesos por un autito similar y de reojo compruebo que el karting a batería que allá salía 300 dólares, acá cuesta $12.000. En la vorágine escucho a una madre despotricar por una Barbie. Misma situación.

A la tarde, cuando hago catarsis en Twitter compruebo que no estoy solo, sino que el robo es regla. Decenas de ejemplos de distintos juguetes, con detalle de modelo y comparación de precios. Llego a la conclusión de que en promedio pagamos el triple de lo que las mismas cosas salen afuera.

ARGENTINA ESTÁ CARA EN GENERAL

La primera sospecha es que estamos caros en todo. O que, para ponerlo, en otros términos, el dólar aún está muy barato, porque cuando uno compara lo que sale comer, alojarse en un hotel, ir al cine, o tomar algo en cualquier país del extranjero y lo multiplica por 15 descubre que en líneas generales somos un 20 o 30% más costosos, comparados con Miami o Madrid y ni hablar si nos medimos contra Santiago de Chile o Florianópolis.

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Pero si bien nuestro país, por la enorme competitividad del sector agropecuario acaba con un dólar de equilibrio más barato del que sería necesario para ecualizar sus precios con los que rigen en otros países de similar nivel de desarrollo, eso no alcanza para justificar que acá los juguetes salgan el triple.

Tampoco se puede acusar a la ineficiencia de los productores nacionales, porque estamos hablando de productos importados que evidentemente entran al país a los mismos precios que ingresan a Centroamérica o a Chile, para no irnos tan lejos.

NEGOCIO DE POCOS

Lo que está ocurriendo es una combinación de dos cosas. Por un lado, los costos de logística son realmente prohibitivos en Argentina; el transporte es caro e ineficiente, los alquileres para almacenamiento son mucho más altos (en dólares) que en otros países y los gastos asociados a la comercialización resultan también demasiado pesados. Una buena parte de ese sobre costo tiene que ver con los impuestos asesinos que encarecen desde el combustible hasta los alquileres, pasando por la contratación de trabajadores y el uso de las tarjetas. Otro responsable son las tasas astronómicas que hacen que el costo financiero muchas veces acabe representando hasta una quinta parte de lo que pagamos en góndola.

Pero por otro lado la cadena de intermediación ha inflado márgenes gracias a la falta de competencia de canales alternativos, entonces nadie mueve un pelo si no puede remarcar entre 30 y 50%, cuando no más.

Por eso muchos importadores privilegiados ponen el grito en el cielo cuando el Gobierno avanza en la liberación de las compras por internet, porque si se nos diera a todos la posibilidad de elegir, nadie pagaría 350 pesos por el mismo pen drive que afuera sale 5 dólares, por poner un ejemplo de los disparates a los que estamos acostumbrados.

Es verdad que el curro de unos pocos termina beneficiando también a los productores locales que compiten con los importados, porque si las alternativas que vienen del exterior cuestan el triple, les dan margen a los fabricantes nacionales para cobrar caro también ellos.

Lo notable es que sin embargo no son los laburantes argentinos de esa industria los que se llevan la porción más grande de la torta que generan los mecanismos de presunta protección, porque al igual que sucede en otros sectores de la economía, desde la salida de fábrica y hasta la góndola de la juguetería los precios se multiplican hasta por cinco veces.

De manera que es posible proteger a los trabajadores subsidiando parte de sus salarios (o bajando los impuestos en sectores que tienen mucha competencia con el exterior) y al mismo tiempo permitir que los consumidores disfruten de juguetes mucho más baratos.

Pensemos que seis de cada diez artículos de ese rubro son hoy en día importados, de modo que más que abrir las importaciones, lo que se necesita es abrir la competencia a canales alternativos, como la venta puerta a puerta, que tengan el poder de romper la cadena de intermediación y el negocio de los grandes importadores, obligándolos a ajustarse a márgenes de rentabilidad y niveles de eficiencia similares a los que hay en España o Chile.

La llave para domesticar a los formadores de precios y acabar con los privilegios es empoderar a los consumidores, devolviéndoles su derecho más importante; el de elegir libremente.

fuente: EL DÍA