La discusión central tanto entre los economistas, como entre el público general, es qué efectos tendrá la devaluación que cualquiera de los candidatos tendrá que hacer tarde o temprano, sobre todo en los precios, porque ello determinará el impacto en la capacidad de compra de los salarios.

Si miramos la historia argentina reciente, en 2002, cuando el dólar aumentó un 300%, el efecto inflacionario fue de sólo un 42%, pero si miramos la corrección cambiaria del 2014, el dólar subió un 33% y esa devaluación hizo subir la velocidad de los precios 13%, puesto que la economía pasó de una inflación del 25% en 2013 a una del 38% en 2014. En el medio, entre noviembre del 2008 y junio del 2009, plena crisis financiera internacional, ocurrió una devaluación que pasó desapercibida, porque aunque el dólar escaló desde $3 a $3,90 en seis meses, la inflación no sólo no aumentó sino que incluso bajó, a punto tal que 2009 fue el año de menor inflación desde el 2007 a la fecha.

Por lo tanto es absolutamente falso y sólo comprensible porque estamos en el medio de una campaña electoral, que alguien diga que si el dólar aumenta 40%, los precios aumentarán en la misma magnitud. No ocurrió eso en ninguna de las últimas devaluaciones, ni tampoco sucedió en ninguno de los países latinoamericanos que devaluaron fuerte este año, en los que prácticamente no hubo traslado a precios.

¿POR QUÉ NO DEBERÍA HABER IMPACTO INFLACIONARIO?

La primera razón es que simplemente no es verdad que un dólar en Argentina hoy cueste $9,50. Es cierto, no obstante, que muchos importadores pagan ese precio por los productos que traen de afuera, al tiempo que los exportadores reciben incluso menos que eso por lo que le venden al resto del mundo, por culpa de las retenciones. Pero el punto es que el sistema de declaraciones juradas (DJAI) que deben completar los importadores, opera en la práctica como una restricción cuantitativa, limitando la cantidad de productos que se pueden importar.

Para entenderlo supongamos que el Gobierno quiere proteger a los productores nacionales de heladeras poniendo un arancel, porque el millón de heladeras importadas desde Brasil amenaza a la industria local. Como consecuencia del impuesto, entrarán menos heladeras; pongamos que 600.000 menos. Y como hay menos heladeras importadas, hay menos competencia y el productor local puede cobrar precios más caros. Exactamente lo mismo ocurre si en vez de poner el arancel, el Gobierno hubiera simplemente limitado la cantidad de heladeras que era posible importar, autorizando a entrar sólo 400.000 (vía no autorización de DJAI).

Ahora bien; el Gobierno puede lograr el mismo efecto de una devaluación, si en vez de aumentar el dólar, simplemente pone un arancel a la importación de todos los productos y lo combina con un subsidio a las exportaciones. Eso quiere decir que la mitad de la devaluación ya se hizo al limitar las importaciones, hecho además reconocido orgullosamente por el Gobierno que se jacta de “administrar el comercio”.

Por otro lado, para los productos que no tienen limitaciones de importación y para los que se exportan, el impacto inflacionario debería ser acotado porque como demuestra el último informe de la CAME, los precios en góndola son 7,5 veces lo que recibe el productor. Esto quiere decir que de cada $100 que paga un consumidor en el súper, sólo $13,33 corresponden al producto que subirá de precio por la devaluación, mientras que buena parte de los $86,66 restantes son salarios del camionero, el repositor y el cajero del hipermercado, sumado a la nafta del transporte, la electricidad de las heladeras y los alquileres de los locales. En la medida en que casi todos esos son costos locales, no deberían ajustarse por la devaluación. Entonces, por culpa del dólar a 14, lo que antes se pagaba $100 en góndola, ahora debería costar $105.

AL FINAL, LA CLAVE SERÁN LAS EXPECTATIVAS

En síntesis: el impacto inflacionario de una devaluación está acotado porque la limitación de las importaciones equivale a una devaluación para los productos cuyo ingreso del exterior está trabado y porque para el resto de los bienes transables, el 86,6% del precio en góndola no debería modificarse sustancialmente, porque no está en dólares.

Resulta crucial asegurar (vía reducción de impuestos y regulaciones) que no aumenten un conjunto de “precios termómetro”

Sin embargo, si todos los formadores de precios esperan un traslado mayor por parte del resto y los consumidores convalidan (porque esperan) aumentos superiores en las góndolas, pueden formar expectativas erróneas generando un episodio inflacionario, que como no sería congruente con los nuevos precios de equilibrio de la economía, derrumbaría el consumo, produciendo una recesión hasta que los precios vuelvan a corregirse a la baja. Para complicar las cosas, las paritarias 2016 estarán en el medio de esos procesos de ajuste, lo que podría cristalizar los aumentos, incluso evitando que se desinflen los precios y amplificando la inflación y la recesión.

La clave entonces pasa por quebrar esas expectativas tanto en los formadores de precios, como en los consumidores, para lo cual resulta crucial asegurar (vía reducción de impuestos y regulaciones) que no aumenten un conjunto de “precios termómetro” de la economía como la nafta y otros “precios aspiraciones” como los celulares y demás electrónicos, al tiempo que se coordinen las expectativas de los grandes formadores, como las cadenas de supermercados.

Del éxito de esta batalla en la mente de los consumidores y formadores de precios, depende que la futura devaluación, que cualquiera de los dos candidatos tendrá que hacer tarde o temprano, sea tan exitosa como la del 2009, o tan desastrosa como la del 2014.

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