En noviembre de 1958 un economista neozelandés llamado Alban Phillips publicó un artículo que mostraba una notable relación inversa entre la inflación y la tasa de crecimiento de los salarios. Su argumento central era que, al crecer la economía y la demanda de empleo por parte de las empresas, eso presionaría los salarios al alza. Los datos empíricos recolectados le daban la razón.

Doce años más tarde, Paul Samuelson y Robert Solow dieron vuelta ese argumento: si los precios suben, se licuan los salarios de los trabajadores y baja por lo tanto el costo de contratarlos por parte de las empresas. Bajo ese supuesto, los gobiernos tienen que elegir entre dos males; desempleo o inflación. Si quieren bajar el ritmo de crecimiento de los precios, los salarios reales mejoran y las empresas contratan menos. Si, en cambio, aceptan un poco más de inflación, los salarios reales se resienten, pero la actividad aumenta, porque las empresas encuentran más barato contratar trabajadores.

En una muy apretada síntesis, esto es lo que explica el cambio de metas de inflación anunciado sobre fines del año pasado. El ala política del gobierno impuso su creencia de que aceptando un poco más de inflación la economía podía crecer más, lo cual resulta fundamental para bajar el déficit fiscal, por la vía de una mayor recaudación de impuestos.

El problema es que en los últimos cincuenta y ocho años la ciencia económica avanzó bastante y hoy son pocos los economistas que aceptan al pie de la letra el dilema que ofrece la curva de Phillips. El consenso es que puede haber algún efecto en el corto plazo, porque los mercados laborales distan de ser perfectos e instantáneos, pero a la larga, si el gobierno apunta a una mayor inflación, simplemente los gremios pedirán más aumentos en las paritarias, no dejando lugar a que crezca el empleo.

En ese contexto, la decisión de política monetaria era muy importante, porque desde la Jefatura de Gabinete buscaban una fuerte baja de la tasa de interés, compatible con la búsqueda de un dólar más alto, aunque tuvieran que aceptar más inflación. Sin embargo, lo que acaba de anunciar el Banco Central, en la práctica fue una baja más testimonial que real, muy inferior a la que el mercado venia anticipando. Esto confirma el compromiso firme contra la inflación, del equipo conducido por Federico Sturzenegger.

El comunicado de la entidad fue muy claro; textualmente dice: “El Banco Central será cauteloso en la adecuación de la política monetaria al nuevo sendero de desinflación. Naturalmente, si se busca una menor velocidad de desinflación que la planeada originalmente, corresponde un sendero de política monetaria menos contractivo que el que antes se preveía. Pero esa moderación en el sesgo contractivo sólo podrá sostenerse en el tiempo en la medida en que la evolución de la desinflación sea compatible con la trayectoria buscada”

En castellano, cuando el Central dice “un sendero de política monetaria menos contractivo” se refiere a relajar las tasas: a bajarlas. Así las cosas, no las bajará tan rápido, por lo que seguirá siendo más atractivo para los inversores quedarse en pesos y el dólar tendrá que esperar a que los datos de la realidad confirmen que la inflación realmente está bajando lo necesario para llegar desde el 24 % en que cerró el año pasado, al 15 % que se busca para el año en curso.