El impacto se sintió fuerte en la carnicería, en la farmacia y en algunos insumos clave, como las naftas y las harinas. La noticia no tardó en llegar a los principales medios de información, pero esta vez un poco condimentada, porque en un país altamente inflacionario como el nuestro, el aumento de algunos precios no sería novedad.
En el súper, lo confirmaba Doña Rosa: “A mi que no me vengan con eso de la sensación de inflación; la bola de lomo que pagaba 60, la acabo de pagar 100”. Claro, no ponderó la señora el hecho de que, por ejemplo, muchas frutas y verduras habían bajado (por razones estacionales) al tiempo que la mayoría de los no perecederos ni habían movido la aguja. Y no es culpa del ama de casa, todos tenemos un diseño evolutivo de nuestro sistema atencional que nos sesga a mirar sólo las cosas que se mueven. Después de todo, hace 100.000 años, cuando nuestros antepasados caminaban la sabana africana, no pasaba nada si perdían de vista una gran roca o un árbol inmóvil, pero cualquier cosa que se moviera podía significar una amenaza de supervivencia o una oportunidad para cenar esa noche.
Para eso normalmente existen los índices de precios y las agencias de estadísticas como el INDEC, justamente para que los consumidores, sindicalistas y demás formadores de precios, puedan tener una referencia cierta de lo que está pasando con el promedio de los precios de la economía. Sin información confiable, sólo nos queda la casuística del notero que lejos de relevar cuánto aumentó realmente el changuito con la compra del mes, se concentra en los precios que son noticia.
PERO, ¿QUÉ ESTÁ PASANDO CON LA INFLACIÓN?
Sin perjuicio de lo aclarado en los párrafos precedentes, efectivamente hay un conjunto de bienes que aumentaron mucho, como las carnes, los remedios, los aceites, las harinas y las naftas. Sin embargo, no hubo un salto brusco en el promedio de los precios de la economía; o para ponerlo en otras palabras: tal y como lo corroboran las mediciones privadas (supongo que lo mismo registrará el INDEC, pero no podemos tomar ese dato en serio) no aumentó el costo de la compra mensual del supermercado mucho más de lo que lo venía haciendo en los meses anteriores. Para el Estudio Bein, por ejemplo, la inflación de noviembre es de 2,9%; para Elypsis fue del 2,5% y para Orlando Ferreres, del 2,7%.
Si lo comparamos con los niveles del año pasado, para esas consultoras hay entre un 1 y un 1,2% de suba adicional en los precios, en relación a lo que pasaba a esta misma altura del 2014. No es para entrar en pánico. No sube todo 25%, pero tampoco es para hacerse el distraído. Tenemos un problema.
Hay cuatro sospechosos de esta suba en los precios. En primer lugar, vivimos en una economía de alta inflación que cada vez emite más dinero para pagar los sueldos y los demás gastos públicos. Los pesos tienen tres destinos posibles: o se atesoran (poco probable con alta inflación) o se van al dólar, o se van al consumo. Esta última alternativa obviamente empuja los precios. El segundo sospechoso es el factor estacional; diciembre es el mes más caliente en materia de consumo, por las fiestas, los aguinaldos, etc. Y si bien el año pasado no fue tan bueno porque la inflación le había ganado a las paritarias, este año ocurrió lo contrario. En tercer lugar, si bien muchos precios de la economía ya están a un dólar de $15 y otros incluso a un dólar más alto (como electrónicos y textiles), lo cierto es que muchos otros transables (como los medicamentos) no ajustaron aún y en un contexto donde el dólar será más caro, eso se traslada ineluctablemente. El cuarto responsable es el “efecto por las dudas”, que es el más nocivo de todos, porque hace aumentar cosas que no tienen nada que ver con el dólar.
Para las dos últimas causas resulta crucial el trabajo de la Secretaría de Comercio, que otrora comandaba Guillermo Moreno y que ahora conducirá Miguel Braun. Porque si los formadores de precios remarcaran con el objetivo más racional del mundo, que es el de ganar todo el dinero que les sea posible, lo que deberían hacer es trasladar a góndola sólo el aumento de los proveedores de bienes dolarizados, sin multiplicarlo. Por ejemplo, la harina aumentó 100%; la bolsa de 50kg salía 110 y ahora sale 220. Pero un kilo de pan en góndola sólo debería aumentar por la harina que tiene, o sea prácticamente sólo $2, mientras que, si un paquete de fideos lleva 500 gs de harina, en el peor de los casos debería subir sólo $1 en góndola.
Pero el problema es que los sistemas de las grandes cadenas mayoristas, minoristas, y de muchos otros negocios más pequeños, tienen fórmulas automáticas donde el minorista sólo carga el costo de adquisición del producto al productor y el programa automáticamente escupe la etiqueta que va a la góndola, multiplicándolos por la tasa de remarcación previamente establecida.
Ese mecanismo que maximiza los beneficios de los comerciantes cuando los aumentos son por culpa de la inflación general, les hace perder plata cuando se trata de un cambio de precios relativos, como ocurre en una devaluación. Pierden los consumidores y pierden los comerciantes, porque si ponen mal los precios, cae el consumo y generan una recesión, que se les vuelve en contra como un boomerang.
Martin Tetaz es Economista, egresado de la Universidad Nacional de La Plata, especializado en Economía del Comportamiento, la rama de la disciplina que utiliza los descubrimientos de la Psicología Cognitiva para estudiar nuestras conductas como consumidores e inversores. Actualmente es Diputado Nacional.