Esta semana en medio de la discusión por la nueva Ley de alquileres me tocó debatir con Gervasio Muñoz, de Inquilinos Agrupados y Enrique Abatti por parte de los propietarios. Aunque imaginaba los obvios contrapuntos entre dos sectores que defienden intereses opuestos, me sorprendió que las diferencias no estaban solamente en materia de mayor o menor regulación del mercado, sino que lo que se ponía en discusión era que existiera tal institución.

Muñoz razonaba que por tratarse de un tema tan delicado como la vivienda, no podíamos permitir que el mercado determinara los precios de los alquileres, sino que debía ser el Estado el responsable de establecer esos valores y que los precios tenían que indexarse para que evolucionaran de acuerdo a los salarios. Le plantee entonces que no veía razón por la cual ese mecanismo fuera acotado al sector inmobiliario, después de todo la comida es incluso más fundamental que el alojamiento; con ese criterio el estado debería disponer también los precios de los alimentos. El problema es que si seguimos con esa línea argumental terminamos en la Unión Soviética y la historia ya ha demostrado que los intentos de reemplazar el sistema de precios que surgen de los mercados, por precios políticos, han sido todos sin excepción un rotundo fracaso.

Por supuesto; los mercados distan de ser la octava maravilla del mundo y están plagados de problemas. Como han demostrado los Premio Nobel de Economía Robert Shiller y Geroge Akerlof en “La Economía de la manipulación”, es tan habitual que las empresas hagan trampa, como que los vendedores de autos usados mientan sobre el estado de sus rodados. Sin embargo, parafraseando a Winston Churchill, podemos decir que el mercado es el menos malo de todos los sistemas de asignación de recursos que se conocen hasta el momento.

¿QUÉ ES EL MERCADO Y CÓMO FUNCIONAN LOS PRECIOS?

Empecemos desde el principio. Un mercado es un conjunto de reglas de juego que organizan las interacciones entre compradores y vendedores de un bien o servicio. De manera que el mercado no son los propietarios, ni los inquilinos aislados, como tampoco se trata de un fenómeno opuesto al Estado; de hecho, el conjunto de normas que le dan forma al espacio de negociación que todos llamamos mercado es básicamente producido y administrado por el Estado.

Me gusta en este sentido la metáfora futbolística. El Estado es al mismo tiempo la FIFA y los árbitros; escriben los reglamentos que indican lo lícito e ilícito y son los responsables de que efectivamente se cumplan esas normas. Pero ni la Federación de Futbol ni los árbitros pueden decirles a los equipos como jugar, que estrategias llevar adelante o que cambios realizar en sus plantillas de jugadores.

Así como las reglas de los deportes buscan el balance competitivo e impiden que un equipo juegue con 12 jugadores, un boxeador pesado pelee con uno liviano y un corredor hombre tenga que medirse contra una mujer, el Estado, como regulador del mercado, debe garantizar que nadie tenga poder de fijar las condiciones en una negociación entre partes; o puesto en otras palabras: que no exista abuso de la posición dominante. También deben velar porque ningún jugador haga trampa y para ello están las normas de defensa del consumidor.

Con esas regulaciones basta para que los precios hagan su trabajo, que no es otra cosa que darle señales a los consumidores y a los productores, indicándoles cuando un bien resulta escaso, para que ahorren los primeros y pongan manos a la obra fabricando más, los segundos.

El caso de la vivienda no es una excepción sino un perfecto ejemplo. Cuanta más gente quiera vivir en un mismo lugar, alguien tiene que darles una señal indicándoles que ello resulta cada vez más difícil, salvo que empiecen a apilarse unos arriba de otros y para que ello sea posible alguien tiene que decirles a los desarrolladores inmobiliarios que hagan torres cada vez más altas. Ese es exactamente el rol de los precios.

Ojalá fuera posible que el Estado dispusiera que todos los alquileres cuesten menos que el 30% del salario mínimo vital y móvil, por ejemplo, pero si así fuera nadie construiría un solo departamento para alquiler, porque para ganar $2.500 pesos por mes no se justifica una inversión de más de un millón de pesos. Pero, además, si ese fuera el precio máximo todos buscaríamos alquilar un pen house en Puerto Madero o la mejor vivienda que justo exista a menos de dos cuadras del trabajo y el colegio de los chicos. Nadie aceptaría vivir a media hora del trabajo, o como le pasa a muchos que habitan el Gran Buenos Aires, a un tren, un colectivo y un subte de la oficina.

Por supuesto, no todo lo resuelve el mercado, porque tampoco se puede construir una torre de 100 pisos en cada manzana. Habrá límites impuestos por el Estado, que, en función de la disponibilidad de servicios, y de razones elementales de planificación urbana, establecerá los códigos de edificación y dispondrá la división de la tierra urbana para que los destinos habitacionales y comerciales puedan convivir armoniosamente.

Justamente porque resultan tan fundamentales la comida y la vivienda, por poner dos ejemplos básicos, es que debe funcionar bien el sistema de precios, dando los incentivos para que haya alimentos y casas para todos.

La inflación, los monopolios, la falta de transparencia y los precios políticos atentan contra el funcionamiento del sistema de precios y contribuyen a la pobreza y la falta de acceso a los bienes básicos para toda la población.