El experimento era muy simple; el Profesor Fritz Strack, de la Universidad Würzburg les preguntaba a sus alumnos a qué edad creían que había muerto Mahatma Gandhi. Por supuesto, por regla general nadie tenía la menor idea, entonces entraba el tratamiento; a la mitad de los estudiantes elegidos al azar se los mandaba al recreo mientras que al otro 50% se le preguntaba si creían que se había muerto antes, o después de cumplir los 140 años. Obviamente incluso hasta el que nunca en su vida hubiera oído hablar del pacifista indio le resultaba evidente que tenía que haber muerto antes de cumplir catorce décadas. Respuesta fácil.

El investigador entonces liberaba al primer grupo, esperaba que el resto de los jóvenes volvieran del break y repetía la pregunta a la otra mitad de sus conejillos de indias, pero esta vez con un ligero cambio: ¿Cuándo Gandhi murió, tenía más, o menos de 9 años?

Al lector desprevenido este experimento, hasta acá, puede parecerle un disparate. Después de todo ¿cuál es el sentido de hacer una pregunta tan estúpida, que podría ser contestada incluso por un escolar que recién empieza primer grado? Sin embargo, nuestro cerebro fue diseñado por el mecanismo de la selección natural para buscar regularidades, encontrar patrones y reducir lo máximo posible la incertidumbre. Lo que comprobó este científico, en base a un descubrimiento pionero del padre de la Economía del Comportamiento, Daniel Kahneman, es que ese dato de aparente nula utilidad, de algún modo se colaba en nuestro procesamiento no consciente de la información, porque cuando finalmente les pedía a todos los participantes de su experimento que aventuraran una respuesta, arriesgando su mejor estimación, en el primer grupo, los alumnos dijeron que Mahatma había vivido 67 años, mientras que los individuos del segundo grupo conjeturaron, siempre en promedio, que el líder había muerto a los 50.

Tanto la referencia a los 140, como la mención a los 9 años, operaron como anclas, empujando hacia arriba y hacia abajo respectivamente, la estimación.

NEGOCIANDO CON ANCLAS

Para que una negociación tenga lugar debe existir un espacio de disputa. Cuanto más reducido es ese rango, menor es el margen del experto en la discusión de valores. El talento para regatear no tiene tanta utilidad en un mercado de autos usados donde los precios son conocidos y están disponibles a un Google de distancia, o a la hora de comprar un electrónico cuya cotización puede consultarse en Mercado Libre. Pero si queremos vender una obra de arte, o acordar los honorarios de un trabajo profesional muy específico, entonces el abanico de posibilidades se expande porque nadie sabe si una pieza de un artista puede valer 10.000 o 100.000, del mismo modo que tampoco hay un precio pre fijado cuando Jaime Duran Barba le vende a un multimillonario sus servicios de consultoría para llevarlo a la Presidencia de la Nación.

SABER NEGOCIAR

Entiendo que la mayoría de mis lectores tienen pocas chances de colocar una pintura sofisticada o de asesorar a un acaudalado empresario, pero estoy seguro que muchos han transpirado la gota gorda de la incertidumbre que se derrama durante los tres eternos segundos en que el mecánico pondera el monto del arreglo del auto, o cuando el servicie de la computadora menciona un problema con la placa madre, mientras gana tiempo para estudiar nuestra cara, variable determinante de su presupuesto.

En “El precio de la historia”, un entretenido programa que transcurre en una tienda de remates de Las Vegas, el dueño del local ofrece gratuitamente un curso acelerado para todos los espectadores. La negociación tiene tres pasos que siempre se repiten casi sin cambios. En primer lugar Rick Harrison, el potencial comprador, escucha las bondades del producto que se le ofrece y lanza la pregunta clave: “¿Cuánto querés por eso?” Supongamos que “eso” es una lapicera que presuntamente perteneció a Abraham Lincoln y que el vendedor anuncia que quiere sacarle 3.000 dólares. Entonces viene la contraoferta que busca establecer el ancla. El jefe sopesa la lapicera y entre mueca y mueca lanza “Puedo ofrecerte 150”. La primera impresión es de asombro, pero luego el vendedor, por lo general, pide algo que está en el medio del rango entre sus aspiraciones iniciales y el ancla, cediéndole al comprador la mitad del valor en un solo paso.

No tengo idea de qué forma se coló en el imaginario popular la idea de que la clave de una negociación es partir diferencias, pero como quiera que haya sido esa estrategia es pésima.

La negociación continua entonces, con una demostración de relativa flexibilidad por parte del empresario que ahora se estira a 250, tanteando la fortaleza del ancla. Lo que sigue siempre depende de hasta qué punto el vendedor tenía en mente un valor claramente establecido cuando llegó al local, o si, por el contrario, no tenía la menor idea, como en el caso del experimento de Gandhi.

En el último paso del cortejo ya no hay más regateo, el comprador hizo todo lo que pudo para establecer el ancla y ahora decidirá si le interesa o no adquirir la pieza, al último precio demandado por el coleccionista que la trae.

En un mundo de commodities, con precios públicos, el ancla no tiene sentido porque el cerebro priorizará la información disponible. Pero cuando se trata de cerrar una operación en la que no hay un único precio, la negociación es clave y el ancla surtirá todo su efecto, cuando mayor sea la incertidumbre reinante.

fuente: EL DIA