Esta semana hubo un debate muy interesante en las redes sociales, iniciado con un provocador mensaje que la semana anterior Marcelo Zlotogwiazda posteara en la red social del pajarito. Palabra más palabra menos, Zloto proponía examen con cupo para carreras masivas de ciencias sociales que “no fueran prioritarias”.

Confieso que la idea del examen me seduce, pero no en la línea de mi colega, sino más bien como una manera de testear si el alumno posee las capacidades más elementales que el secundario debería haberle provisto; comprensión de textos y manejo de operaciones matemáticas básicas. Puede argumentarse que un examen de ingreso de alta exigencia, como los que habitualmente se toman en las facultades de ciencias exactas o médicas, desnivela la balanza en favor de aquellos con capacidad económica de pagar profesores particulares y dedicarle tiempo a la preparación, pero no puede sostenerse eso en el caso de una evaluación de capacidades básicas, para las cuales además el Estado ha garantizado plenamente las posibilidades de adquirirlas en el secundario. Además, la universidad estafa a un alumno si lo admite sin estar en condiciones de afrontar los desafíos de estudiar y aprender; se miente a sí misma y le hace perder tiempo y recursos al joven y a la sociedad.

Pero no comparto la propuesta de cupos, primero porque la idea de que el Estado decida cuantos abogados o cuantos ingenieros deben formarse me parece más propia de las economías socialistas. Sostener eso equivale a pensar que se puede diseñar el futuro y la realidad demuestra que eso es imposible. ¿Cómo sabemos, por ejemplo, que dentro de 20 años se necesitarán ingenieros agrónomos y no abogados, cuando bien podría ser que se impongan los servicios que requieran mucho Derecho y que los alimentos se sinteticen en laboratorios? ¿Cómo sabemos que no ocurrirá exactamente lo contrario y que la inteligencia artificial tendrá la capacidad de redactar contratos y hacer cumplir la Ley? No hay modo de saberlo. La promoción de una carrera en particular me parece una apuesta. Cuestionable o no, pero una apuesta. La imposición de un cupo equivale a cortarse las piernas en la creencia de que en el futuro no las vamos a necesitar.

La segunda razón por la que me opongo a los cupos es que no parece haber tampoco evidencia de saturación en el mercado de trabajo; no es cierto que los abogados, los contadores y los psicólogos, por nombrar tres casos de los más comunes, tengan un desempleo superior al de la gente que no pasa por la universidad, aunque sí es verdad que el premio por ir a la facultad, que según las investigaciones del Centro de Estudios Distributivos Laborales y Sociales de la UNLP (CEDLAS) hacía que los graduados ganaran 60% más que los que no tenían estudios superiores hace diez años atrás, cayó al 43% para los hombres, mientras que en el caso de las mujeres ese diferencial bajó del 52% al 39 % en la última década.

Si en general los graduados universitarios ganan cerca de 40% más, no parece una mala inversión dedicarse a estudiar. Más aún, si tenemos en cuenta que de acuerdo a un estudio del Instituto Argentino de Análisis Fiscal (IARAF) los contribuyentes aportan al fisco entre un 47% y un 59% de sus ingresos en la forma de impuestos, vemos que cerca de la mitad de la renta que produce una inversión en educación es apropiada por el estado, de modo que sigue siendo una excelente inversión pública financiar una parte de la educación superior de todos los jóvenes que quieran estudiar, siempre que estén en condiciones académicas de hacerlo.

 

LA RENTABILIDAD DE FINANCIAR LA EDUCACIÓN UNIVERSITARIA

Hagamos números; tomemos el ingreso mediano de los trabajadores registrados que informa el SIPA y que asciende a $21.015, como el monto que percibe alguien sin estudios universitarios (dejemos de lado por simplicidad la mayor probabilidad de estar en blanco de un graduado). Entonces si en promedio alguien recibido gana un 40% más, quiere decir que en plata eso significa $8.406 más por mes, que a lo largo de trece sueldos acumula $109.278. Si el Estado capta en la forma de impuestos la mitad de ese dinero, acabará recaudando $54.639 por año, durante los 35 años laborales del universitario.

Ahora bien; ¿Cuánto le cuesta al Estado bancar a un estudiante? De acuerdo al último presupuesto la Nación invierte 95.000 millones de pesos en un millón cuatrocientos mil estudiantes. Pero afinemos un poquito más el lápiz, porque solo el 64% de ellos rinde materias y mantiene la regularidad. Con una simple operación de división llegamos a que el Tesoro destina $106.381 por año, por estudiante regular.

No parece una mala apuesta destinar $106.381 por cinco años para recolectar $54639 por los próximos treinta y cinco. De hecho, matemática financiera mediante, llegamos a la conclusión de que esa inversión tiene una renta del 8,1% que resulta muy superior a la tasa que paga Argentina por su deuda. Se me dirá que muy poca gente se recibe en cinco años y que en promedio lo hacen en ocho, pero incluso considerando ese lapso más largo, todavía la inversión ofrece una renta del 4,2%. En todo caso aquí sería válido abrir el debate sobre la posibilidad de cobrar más allá de los primeros cinco años de garantía gratuita.

La realidad es que los bienes públicos son en general de baja calidad y contribuyen a estratificar socialmente a la población entre ricos y pobres. La Universidad tiene muchos problemas, pero es el bien público que mejor funciona, de todos los que provee el Estado y por ello es elegido masivamente incluso por los que optan por el sector privado para la educación primaria y secundaria de sus hijos. La autonomía es la clave que explica por qué todavía la Universidad resiste a la debacle generalizada del Estado.

Reforcemos la autonomía y sigamos apostando a una universidad sin cupos, sin aranceles y abierta para todos los que están en condiciones de estudiar.

fuente: ELDIA.com