Un hermoso lago más limpio que los de Palermo, aunque casi con los mismos patos, me alfombra el camino al fantástico Tivoli, donde los cuentos son posibilidad y el orden metáfora. Es julio del 2000 y en los aeropuertos de Europa se mezclan los millones que peregrinan al Jubileo, con los miles que vamos al congreso de la Internacional Socialista en Malmö, Suecia. Todavía me faltan algunas materias para terminar mi licenciatura, pero la Convertibilidad no me gusta y llego con la expectativa de que los países nórdicos me enseñen un camino mejor.

Lo primero que me impresiona son las reglas, que por estas latitudes se cumplen. Lo segundo es que el estado tiene una presencia notable. Y funciona. El taxista que me niega un lugar para comprar alcohol después de las cinco de la tarde, también me cuenta que sus hijos van a una escuela pública excelente y que, como todo ciudadano, paga impuestos a las ganancias.

Puede parecer curioso, pero, aunque tanto en Dinamarca como en Suecia hay un Estado presente, la actividad privada florece por todos lados. La gente paga impuestos altos, pero recibe servicios públicos de calidad a cambio. La otra diferencia es que existe una red de contención social mixta diseñada para proteger a los trabajadores cuando el normal desenvolvimiento de la economía destruye empleos en un sector particular, o cuando una crisis sistémica genera una caída en toda la economía.

El vocablo de moda en el norte de Europa es “Flexicurity”; un juego de palabras que combina el concepto de flexibilidad para que las empresas puedan contratar y despedir trabajadores prácticamente sin costo, con el de seguridad de que los trabajadores cuentan con un buen seguro de desempleo que hace que, desde el punto de vista de los ingresos, los trabajadores se garanticen un 90% del salario mínimo cuando la relación laboral finaliza. Los daneses comenzaron a implementar esta estrategia a principios de siglo y luego se sumaron el resto de los nórdicos, e incluso la Unión Europea empieza a discutir este paradigma.

El caso PepsiCo; la confirmación de que así no va más.

Cualquier persona que haya intentado circular esta semana por el centro de Buenos Aires comprobó en la práctica la impenetrabilidad de la materia. El transito fue un caos en la zona del obelisco y el bajo, entre otras cosas a raíz de las manifestaciones gremiales y políticas en protesta por el cierre de la planta de la multinacional de los snacks en la zona norte del gran Buenos Aires.

En la semana entrevistamos por Radio Mitre a Silvina Pérez, una de las trabajadoras despedidas, que reclamaba la reapertura de la fábrica y su inmediata reincorporación. Los Economistas estamos acostumbrados a trabajar con variables que tienen sentido a nivel del sistema económico pero que son impotentes para conceptualizar la realidad de cada individuo. Incluso en los casos en que el desempleo es bajo y la actividad pujante, los números de la macro no le sirven de nada a la persona que acaba de perder su empleo y que teme por la incertidumbre de no poder alimentar a sus hijos, si es que una nueva oportunidad no aparece pronto. Silvina se quebró al aire por su difícil situación. Las palabras, a partir de ahí, sobraron.

Lo que esas dos situaciones demuestran es que en la realidad el régimen laboral, así como está, no le sirve a nadie. Más aún; como quedó evidenciado con la reacción en las redes sociales esta semana, a muchas personas les parece que las empresas no deberían tener libertad de contratar y despedir cada vez que su ecuación de costo- beneficio lo recomiende, incluso cuando cumplan con todos los requisitos legales en materia de indemnizaciones.

Por supuesto, esa animadversión no tiene sentido. Ninguna empresa contrataría personal si supiera que no puede terminar la relación laboral el día que deje de resultarle conveniente, por la misma razón que nadie entraría a un cine si le informaran que no podrá retirarse cuando se termina la película.
Pero incluso si se tratara de una economía de planificación donde todas las empresas fueran públicas, tampoco tendría sentido retener a los trabajadores de una fábrica que no resulta productiva o que produce algo que esa sociedad ya no necesita.
Cualquiera que sea el sistema económico, debe facilitar la reasignación tanto de los trabajadores como del capital para asegurarse que en cada momento del tiempo los recursos escasos están siendo empleados del modo más eficiente posible.

También es cierto que una cosa es el pizarrón de la facultad, donde los factores de producción pasan de la planta A a la B, con la velocidad de la tiza y otra cosa es la realidad de un mercado de trabajo en el que tal reasignación puede demorar un tiempo y donde además puede haber fenómenos de desempleo estructural que directamente hagan imposible la relocalización de los trabajadores en el corto plazo.
Lógicamente no tiene sentido imponerle a una empresa que trabaje un proceso a pérdida, porque habrá cada vez menos inversiones y menos creación de nuevos empleos por parte de otras empresas que empiecen a meter en sus funciones de costos esos gastos adicionales, pero tampoco se puede permitir que un trabajador que tiene la mala suerte de estar en un sector que se contrae, sufra personalmente y sobre todo en la piel de su familia, las consecuencias de los cambios.

Los daneses crearon un sistema mixto donde el Estado asegura un piso de cobertura por desempleo y los sindicatos ofrecen planes de seguros de despido para que los trabajadores puedan ir comprando su derecho a mantener un ingreso estable, en el caso de ser cesanteados sin causa.

Esta semana propuse un sistema parecido y estallo la polémica por las redes sociales. Algunos entendieron que la iniciativa buscaba eliminar las indemnizaciones, cuando lo que se había planteado era cambiarlas por un seguro que se activara ante la eventualidad del fin de la relación laboral, justamente para que Silvina y tantos otros en su situación no sufran la angustia de no saber lo que ocurrirá con sus ingresos.

La otra controversia surgió porque ante la consulta de alguien que preguntó cómo haría el Estado para financiar esos seguros, expliqué que el fondeo provenía de los salarios. Mucha gente piensa que, si el costo se le impone al empleador, los trabajadores saldrían ganando, pero en la realidad el empresario mete en la misma bolsa todos los costos laborales y los contrasta con lo que le aporta cada nuevo trabajador, para decidir si lo contrata o no. De hecho, cuando una pyme toma a una persona, le ofrece un salario de, digamos 20.000 pesos, pero sabe que le costará mucho más, porque tendrá que pagarle los aportes a la seguridad social, las vacaciones, el aguinaldo, el seguro de riesgos de trabajo, y también una eventual indemnización. Si la empresa se exime de tener que pagar en caso de despidos, pues estará dispuesta a contratar más personal y subirán los salarios, de suerte tal que podrá ofrecerle al trabajador un paquete que contemple el mismo salario que antes más un seguro por si queda desempleado. Si presentado de ese modo resulta más atractivo, bienvenido sea.

Las pymes, que crean el 70% del trabajo necesitan incentivos para contratar y despedir sin costos. Las familias de los trabajadores necesitan una red de contención social que los proteja cuando esas empresas cambian de planes. El sistema actual no genera empleo y no protege al trabajador. Propongo entonces reemplazarlo por un sistema como el que funciona en los países socialdemócratas más desarrollados y equitativos del mundo. Si alguien tiene otra propuesta distinta, de un régimen laboral mejor, que funcione bien en alguna otra parte del mundo, discutámoslo.