Que la economía tiene impacto electoral no es ninguna novedad. Ya lo dijo Clinton en 1992; “Es la economía estúpido” y le ganó a un Bush que venía de imponerse en la guerra del Golfo, pero que manejaba el timón de una economía en recesión.

Cesar Zucco y Diana Campello, en este paper publicado en la Universidad de Princeton incluso mostraron que en Latinoamérica  las chances de ganar una elección aumentaban hasta en un 50% si el oficialismo gozaba de “buenos tiempos económicos”, aun cuando la bonanza fuera gracias a una baja tasa de interés internacional y altos precios de los comodities, ambas variables fuera del control del político local.

En Argentina la gente de la Universidad Di Tella hace dos encuestas mensuales por separado en las que indaga la confianza de los consumidores en la economía, por un lado, y la confianza de los ciudadanos en el gobierno, por el otro.

Los resultados son contundentes, como muestra la ecuación logarítmica del siguiente gráfico, por cada 1% que mejora la confianza de los consumidores, crece prácticamente 1,5% la confianza en el gobierno, que a su turno se traduce en  apoyo electoral.

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La evidencia indica que billetera mata plataforma electoral, pero ¿juzgan los ciudadanos toda la gestión del partido gobernante?

Los economistas que se han dedicado a PoliticalEconomics, como TorstenPersson y Guido Tabellini por lo general dirían que sí, que un consumidor neoclásico típico simplemente computaría la utilidad que deriva de las políticas de un candidato (en el hipotético caso de que pudiera identificar que parte de los resultados es atribuible al funcionario en cuestión) y lo votaría si fueran mayores que la alternativa.

Según la microeconomía tradicional, cuando un consumidor deriva utilidad de un bien durable, su bienestar puede ser aproximado como la sumatoria de la utilidad obtenida en cada momento del tiempo, ponderada por alguna tasa de descuento temporal. La satisfacción con un consumo sería así como el rating de un programa de televisión, que promedia o suma (lo mismo da) el rating minuto a minuto.

Utilidad experimentada versus Utilidad recordada

Pero una interesante investigación del padre de la Economía del Comportamiento, Daniel Kahneman, junto con el Medico Donald Redelmeier muestra que esto no es así.

Los científicos hicieron un experimento con pacientes reales sometidos a una proctología, que como se sabe es un procedimiento intrusivo y molesto, sobre todo hace 20 años atrás, cuando la tecnología de sondas no había evolucionado tanto.

Lo interesante es que separaron a los pacientes en dos grupos y les pidieron que indiquen durante el procedimiento y después del mismo, el grado de molestia y dolor que experimentaban. Pero el truco es que en la parte más dolorosa de la “inspección” a la mitad de los individuos les retiraron el aparato de la zona anal, mientras que a la otra mitad, superado el dolor más intenso,  se lo dejaron unos minutos más, mientras el médico completaba un formulario.

De manera que los pacientes de este segundo grupo sufrieron lo mismo que los de la primera mitad, pero además debieron soportar la demora deliberada del médico en acabar con el “análisis”.

Ahora, ¿que se imagina usted? ¿Habrán sufrido más los pobres tipos a los que se les extendió innecesariamente el procedimiento? La sorpresa es que no. Aunque en el reporte minuto a minuto, como muestra el siguiente gráfico, los pacientes del “grupo B” reportaron más tiempo de experiencia desagradable, cuando se les preguntaba retrospectivamente cual había sido la molestia no reportaron mayor dolor que el que indicaron los más afortunados del grupo en el que el “tratamiento” duró menos.

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La conclusión de los autores del experimento es que parece que cuando la gente recuerda una experiencia del pasado, no suma el placer o displacer minuto a minuto sino que resume lo ocurrido en dos medidas; el pico de la experiencia y el final de la misma, negando por completo la duración.

Si miramos el Índice de Confianza en el Gobierno (ICG)  de la UTDT, en promedio el gobierno de Nestor Kirchner cosechó 2,34 puntos de confianza, contra 1,69 que promedió Cristina Fernández en su primer mandato, básicamente por culpa de la caída experimentada en el conflicto con el campo, durante el 2008 y por la recesión profundizada a partir de la crisis financiera internacional del 2009. Pero la Presidenta fue reelecta con el 54%, mucho más que el 46% con el que el pueblo premió a Néstor en su retirada. La explicación de la aparente paradoja es que aunque la gestión de Nestor fue mucho mejor a la de Cristina en promedio, para octubre del 2007 solo marcaba 1,68 en el ICG, mientras que su mujer trepaba a 2,62 en octubre del 2011. El final del período 2003-2007 fue peor que el final del mandato 2007-2011.

El segundo período de Cristina fue, siempre en promedio, ligeramente mejor que el primero, puesto que marcó 1,81 en el ICG, pero la esperanza de la oposición estaba puesta en que el deterioro de la economía hiciera que el final del mandato la encontrara con una baja aprobación.

El Índice de Confianza del Consumidor se desplomó en 2014 por culpa de la devaluación de enero y promedio 27% menos que los valores que mostró durante 2011, e incluso la “sensación térmica” de la economía fue un 13% menos que la que había en 2013, que fue un muy mal año electoral para el oficialismo.

Pero mágicamente, por obra y gracia de la estabilización del dólar, la confianza de los consumidores empezó a repuntar fuerte desde septiembre pasado, dejando en la población la sensación de una primavera que retrospectivamente hace que el sufrimiento causado por el proctólogo no parezca haber sido tan traumático después de todo.