Hay algunas películas, normalmente hechas a partir de guiones bastante pobres, que en un punto se tornan previsibles. El 28 de diciembre pasado, en un día que parecía haber sido elegido a propósito, el gabinete económico anunció cambio de timón en la política monetaria. Hasta entonces el Banco Central venía implementando un programa de “metas de inflación”, que básicamente consta de un anuncio y un garrote. El anuncio busca coordinar expectativas por las buenas, para que los agentes económicos que tienen una inflación de 40% en sus cabezas, a la hora de formar los nuevos precios piensen por ejemplo en una de 25%. Si al año siguiente todos están pensando otra vez en una inflación de 25%, la autoridad monetaria anuncia una meta de 10%, para desinflar las expectativas y buscar que todos formen precios más bajos que los del año pasado. Y así sucesivamente.

Si estuviéramos hablando del Banco Central europeo, probablemente con el anuncio de la meta bastaría para disciplinar las expectativas y lograr que la economía desinfle sus precios. Pero este es un organismo responsable de que la moneda haya perdido 13 ceros en 50 años, con inflaciones escandalosas en buena parte de su existencia.

Entra en juego entonces el garrote, que, en la caja de herramientas del Central, es la tasa de interés. Si los precios de la economía no convergen a la meta fijada por la autoridad, sube la tasa de interés, primero como un modo de reafirmar su compromiso y reforzar las expectativas, como quien grita fuerte para establecer un punto en el medio de una discusión. Pero además las tasas altas generan ingreso de dólares especulativos, deprimiendo el precio del billete norteamericano y frenando por esa vía las remarcaciones.

Un tercer canal por el que esa medida frena la inflación tiene que ver con el crédito. Como las tasas altas encarecen el costo de pedir dinero prestado, el consumo financiado con tarjeta y otras formas de crédito se ralentiza, quitando incentivo a los comerciantes para seguir aumentando precios.

Lo que ocurrió a fines del año pasado es que una parte del equipo económico convenció al Presidente, de que si las tasas permanecían altas se frenaría la economía, aun cuando toda la evidencia del 2017 había mostrado que en la realidad argentina las tasas no solo no frenaban la actividad, sino que la inversión estaba volando a tasas chinas y el crédito se estaba recomponiendo a una velocidad supersónica.

Puede que las tasas altas efectivamente enfríen la economía en el 99% de los países del mundo en los que hay crédito, pero Argentina es la tierra del taca taca, del 40% de la economía informal, de la gente que, aún dentro del sistema, produce un espectáculo único en el mundo que es el de la des bancarización voluntaria: millones de personas hacen colas en los bancos para retirar el dinero cash de sus cuentas sueldo, para luego hacer otras tantas colas para pagar en un rapi pago las cuentas que en cualquier lugar del mundo se tramitan por el home banking o el cajero automático.

Para ponerlo en términos médicos, un país que busca bajar la inflación con un programa de metas es como un paciente con sobre peso que trata de adelgazar con una dieta.

Cuando el candidato llega al nutricionista, lo primero que hace el facultativo es pesarlo, preguntarle por sus hábitos, eventualmente encargarle algún análisis y finalmente trazar un plan, con una meta. Si el paciente baja de acuerdo a lo planeado, va todo viento en popa, pero si no cumple la meta, entonces normalmente hay que endurecer la dieta y aumentar el ejercicio.

Es evidente que Argentina venía desinflando, aunque también es cierto que no lo hacía al ritmo previsto por el plan. A título de ejemplo, para el año pasado la meta era 17% de inflación y los precios terminaron subiendo casi 25%. Esa diferencia, obviamente hacía que el objetivo de terminar el 2018 con solo 10% de inflación luciera inverosímil.

Pero lo que ocurrió el 28 de diciembre no fue que el medico dijo, “ok, la dieta sigue a rajatabla, pero sinceremos que no vamos a llegar al 10%”.

No, lo que ocurrió fue que el nutricionista, al mismo tiempo que recalculaba el GPS anunciando una nueva meta de 15%, le decía al paciente que ahora que la meta no era tan ambiciosa podía permitirse una medialuna extra por las mañanas y un asado con los amigos los jueves por la noche.

El resultado fue obvio, el gordo dejó de bajar de peso y empezó a aumentar.

La combinación de expectativas de inflación más altas y premio por quedarse en pesos más bajo, operó en la práctica como una doble Nelson, achicando el atractivo de quedarse en pesos y alimentando el apetito por los dólares.

Sobre llovido, el gobierno dispuso en la reglamentación de la reforma tributaria, que los extranjeros pagaran el impuesto a la renta financiera sobre las Lebacs, generando una salida de casi 5.000 millones de dólares de inversores de afuera, que obviamente buscan esquivar el impuesto.

Y para frutilla del postre, esta semana subieron las tasas en los Estados Unidos y muchos fondos comunes de inversión de todo el mundo mudaron parte de sus fondos a Norteamérica, fortaleciendo el dólar y debilitando por lo tanto al resto de las monedas.

La consecuencia del combo fue una fuerte salida de capitales que forzó al Central a vender esta semana 4.300 millones de dólares, hasta que el viernes Sturzenegger le puso fin a la aventura y subió las tasas 300 puntos básicos, volviendo al esquema vigente hasta diciembre pasado. En el medio perdimos cuatro meses, la inflación volvió a subir, el dólar fue un infierno y consecuentemente la confianza de los consumidores se derrumbó 20%. Es un milagro si esta combinación no frena el consumo y enfría la economía. Esperemos que los políticos aprendan el costo de estas aventuras y la reacción del Banco Central no haya llegado demasiado tarde.