En el año 2006, Netflix organizó un concurso en el que premiaba con un millón de dólares al grupo de investigación que fuera capaz de mejorar un 10% su capacidad de predecir cuanto nos iba a gustar una película que todavía no habíamos visto. Hasta ese momento la mayoría de la gente pensaba que el gigante del entretenimiento online valía siete veces más que YPF porque producía y comercializaba contenidos. Pero en realidad se trataba de algo muy distinto que un Blockbuster digital; Netflix no vendía películas. O, mejor dicho, también lo hacía, pero el corazón de su valor residía en el algoritmo que basándose en las estrellas con las que los usuarios calificaban a las películas, construía una función de preferencias para cada cliente; calcaba el mapa de los gustos de cada uno, sacándolo por primera vez de la intimidad de nuestros cerebros.

Netflix se convertía de esa manera en un video club muchísimo más eficiente que cualquier otro. Un negocio con la capacidad de intermediar entre los consumidores y los productores de contenidos, “targeteando” las películas y series con precisión quirúrgica, al tiempo que remuneraba mejor a la industria del espectáculo.

Visto de ese modo, no es muy distinto que lo que hace Uber; la remisería más grande del mundo, que revolucionó la intermediación entre pasajeros y transportistas, sin tener un solo auto, ni contratar choferes. Uber no vale miles de millones por sus activos materiales, sino porque su algoritmo le permite anticipar en que momento y en qué lugar habrá un coche disponible para cubrir un viaje, reduciendo de manera dramática el tiempo muerto de los “autos de alquiler” y la espera de los pasajeros. Además, su mecanismo de tarifado explota la información sobre la escasez en la oferta y la abundancia en la demanda para poner los precios que aportan los incentivos para que más gente salga con su auto a trabajar cuando resulta más necesario desde el punto de vista de la demanda.

 

TARJETAS DE FIDELIDAD

La monetización de la información no es un fenómeno nuevo. En la década del 90 hicieron furor las tarjetas de descuentos de los supermercados, que después se extendieron a hoteles, restaurantes, y todo tipo de negocios. Al principio muchos pensaron que se trataba de un simple mecanismo de fidelización que copiaba los esquemas de millas diseñados por las aerolíneas para retener clientes, pero pronto fue evidente que el conocimiento de los patrones de compras de cada individuo podía utilizarse no solo para manejar con menor margen de error los inventarios, sino para predecir a donde se dirigía la demanda cuando se rompía el stock de un producto particular. Más aún, la tienda que estudiaba en profundidad los datos que surgían de sus tarjetas de puntos, podía predecir los ciclos de ingresos de cada hogar, identificando los momentos en que esa familia estaba pasando dificultades económicas, o cobraba un dinero extra. El solo hecho de detectar que una clienta no había comprado tampones la semana que el algoritmo predecía, combinado con su mayor consumo de chocolates podía disparar una promoción de pañales y productos para bebe, incluso antes de que ella misma fuera consciente de que estaba embarazada.

 

EL BOOM DE LAS REDES SOCIALES

Con Facebook, Twitter e Instagram, todas esas formas de minar datos quedaron en la prehistoria, porque ahora no solo es factible predecir, e incentivar dinámicas de consumo, sino que basándose en la cantidad de tiempo que me paso mirando las fotos de Pampita, en comparación con las de George Clooney, una fórmula matemática puede identificar mis preferencias sexuales antes de que haya tomado conscientemente la decisión de salir del closet, tal y como lo demostró un estudio del Profesor Michal Kosinski de la Universidad de Cambridge. Ni hablar de las simpatías políticas, en tiempos en que la gente recorre internet buscando preponderantemente esas “noticias deseadas” que confirman nuestras hipótesis previas sobre cómo funciona el mundo.

Sin ir más lejos, esta semana hubo un escándalo porque se descubrió que una empresa de marketing digital uso información privada de 50 millones de cuentas de Facebook para hacer campaña en los Estados Unidos. En rigor, lo que Cambridge Analytica hacía era predecir las preferencias políticas de los votantes potenciales, para targetear los avisos publicitarios sin “gastar pólvora” en tratar de convencer a los fanáticos de uno y otro bando.

 

EL ROL DE LOS MEDIOS

La polémica dejó al desnudo lo fácil que puede resultar difundir fake news; noticias falsas que se plantan en las redes sociales, desde granjas de trolls, pero que después se multiplican por parte de todos aquellos con re tuit y “me gusta” fácil, que difícilmente cumplen la tarea de chequear la información.

Pero lo que también queda claro es que el rol de los medios de comunicación tradicionales queda desdibujado, porque el sistema de publicidad de las redes paga la cantidad de impresiones o lecturas de un contenido, sin premiar el trabajo previo de constatar la veracidad de lo que se publica y preseleccionar con criterios de calidad o pertinencia.

Digámoslo de otro modo más crudo; el sistema de intermediación que proponen los medios tradicionales, que administra la información entre la fuente y los consumidores finales, quedó viejo, caro e ineficiente. Por supuesto, esto no quita que otras tareas importantes como la producción de contenidos, la edición, o el chequeo de las fuentes, siga siendo importante, pero el trabajo de los periodistas, en este esquema, se devalúa a pasos agigantados.

En un futuro cercano, la uberización de todos los procesos de intermediación llegará a los medios. Habrá un algoritmo que conectará a los periodistas con los lectores de un modo mucho más eficiente, tanto en términos de costos como de precisión de la información Es probable que el modelo matemático no avance tan rápidamente sobre los propios periodistas, linkeando directamente las fuentes con la audiencia, porque todavía ellos tienen una ventaja comparativa difícil de igualar por parte de la inteligencia artificial; pueden darles sentido a los datos.