El jueves llegué a casa a eso de las diez de la noche, cené y empecé el ritual nocturno; acostarlo a Tetecito, preparar las mamaderas de Santi y Benja, hacerles los puff y poner de fondo la tele como única luz para que los peques se vayan durmiendo mientras se alimentan.

La mesa de Fantino ejecutaba públicamente al descerebrado que hacía unas horas había asesinado a un nene de tres años, porque quedarse con los 200 pesos que su papá llevaba encima para comprar una pizza evidentemente le parecía insuficiente, aburrido. Me debatí entre la idea de la pena de muerte y que se pudriera en la cárcel. Ninguna de las dos cosas me parecía suficiente y tampoco ninguna de ellas resuelve el problema.

Entiendo al que roba por necesidad y también comprendo al que elige ese camino porque le resulta más fácil empuñar un arma que una pala. No me entra en la cabeza la miseria humana de alguien que dispara contra un chico que todavía no pudo disfrutar ni su ingreso al jardín de infantes.

Mientras cambiaba de nene, el documental entró como un balazo. Una madre de diecisiete hijos los alimentaba con medio pollo, un poco de arroz y veinticinco pesos de pan, que cortaba en rodajas para untar sobre él lo poco que le tocaba a cada uno. Había un hilo conductor. Otra vez la miseria. Ok, otro tipo de miseria, pero miseria al fin.

ESTADO AUSENTE

Ambas historias eran la crónica de un Estado ausente; de un Estado gordo y fofo, que cobrando los impuestos más altos de Latinoamérica mata cualquier chance de que un taller pyme le dé una oportunidad a esos pibes, antes que sea demasiado tarde.

El Estado nos cuesta el 40 por ciento del PBI pero no puede evitar que entre la coca, se fabrique la droga y deje el paco como evidencia de su paso. Tres billones de pesos no alcanzan para internar a los pibes que se queman el cerebro consumiendo. Evidentemente tampoco resultan suficientes para acompañar a esa madre joven que empieza a tener hijos antes de aprender a leer y escribir, para ayudarla a que se cuide y elija mejor, evitando la tragedia de tener más hijos de los que puede alimentar.

QUIEBRE SOCIAL

No siempre fue así. Mejor dicho; siempre hubo pobreza, pero incluso en los momentos de alta inflación y bajo crecimiento de la década del ochenta, los marginales eran una excepción. Ahora son la regla. Un marginal no es un pobre. Más aún; un marginal puede incluso tener ingresos suficientes para superar la barrera cuantitativa que separa el universo de los que tienen lo mínimo e indispensable para vivir y el resto, como ocurre con los soldaditos que se juegan la vida cuidándole las espaldas a los narcos o con los chorros que en un día de “trabajo” juntan un salario.

El pobre tiene bajos ingresos, pero trabaja o busca hacerlo. Vive su situación con dignidad y comparte el conjunto de reglas de juego que nos permiten la vida en sociedad; trata de mandar a los chicos a la escuela, respeta a la autoridad, cree en el valor de esfuerzo.

El marginal vive en espacios donde el Estado no entra, se guía por otras reglas que, aunque no estén escritas todos conocen, e incluso habla un idioma tan diferente que los programas en los que se ilustran sus delitos deben salir subtitulados, porque no hay modo de comprenderlos.

En algún momento del tiempo, durante los 90, se rompió el tejido social, penetro la droga y empezó a ensanchar la distancia entre dos caminos distintos; la mayoría de la gente esta incluida en el sistema y transita su vida por autopista, los marginales prefieren hacerlo por una colectora que ya nunca converge.

UNA ALTERNATIVA

Me gusta pensar a las políticas públicas como ese tirador olímpico que define su puntaje en función de la cantidad de aciertos. Por la velocidad a la que salen disparados los discos que debe derribar, es imposible tratar de apuntarles. Más bien gana el que en los primeros segundos del lanzamiento estima mejor la parábola que hará el disco mientras surca el aire. Si el estado busca correr a la pobreza y la marginación desde atrás nunca logrará alcanzar esos problemas, máxime con su lentitud, burocracia e ineptitud. La única chance es que, como el tirador, le apunte al futuro, a un espacio al que todavía no llegó la sociedad, aunque pueda predecirse que dada su trayectoria tarde o temprano lo hará.

Un reciente informe del Banco Mundial estima que 55 por ciento de los empleos actuales son automatizables, por lo que la ruptura será todavía mayor en un futuro cercano.

Quiero reflotar entonces una propuesta que hiciera hace muchos años Milton Friedman, el padre del liberalismo, quien sugirió que el impuesto a las ganancias debía ser masivo, de suerte que todo el que tuviera dinero suficiente para no ser pobre debía pagar. Lógicamente el impuesto pensado era progresivo, con alícuotas que crecían con el ingreso, de suerte que los más ricos obviamente tributaban un mayor porcentaje.

Pero la novedad es que Friedman sostenía que los que estuvieran por debajo de la línea de pobreza debían recibir un subsidio suficiente como para cubrir la canasta básica.

Esa propuesta garantiza pobreza cero y pone un piso de ingresos que iguala oportunidades de manera notable. La buena noticia es que, según mis cálculos, todo el dinero transferido a los pobres es menor que lo que el gobierno gasta hoy en subsidiar la luz y el gas de la clase media que puede pagar. Solo necesitamos la decisión política del Presidente.

fuente: ELDIA.com