No me acuerdo exactamente el día, pero fue un lunes de la primera o segunda semana de marzo de 1981. Maxi llego tarde y Alicia Muñoz lo sentó a mi lado en esos pupitres dobles que tenía la Escuela Número 2. El azar me cambio la vida y me regaló a mi mejor amigo, con el combo completo, con las incondicionalidades y con las peleas, con el fútbol y con los conejos a la cacerola, con las risas y con los llantos.

La familia Delorenzo fue también mi familia. Ignoro qué parte de las cosas que me salieron bien me ponen en deuda con ellos. O si tengo que agradecer la extraordinaria formación humana y académica que me dieron profesores como esa genial maestra de cuarto grado. Hice toda mi formación en la educación pública y es una de las cosas de las que me siento orgulloso.

Muchos de los lectores son de esa generación de guardapolvos blancos y sé que somos también unos cuantos los que hoy mandamos nuestros hijos al sistema privado. Algo se quebró en el medio. El sistema se estratificó. La clase media huyó de la escuela pública para esquivar los pedazos de mampostería que se le venían encima. Lo edilicio, por supuesto, es metáfora; todos sabemos que la educación se derrumba. Las pruebas internacionales y las mediciones locales tienen el sabor amargo de un mal diagnóstico médico que se confirma con el último análisis de sangre.

Lo grave es que esto ocurre en un contexto en el gastamos más del 6% del PBI para que ello no suceda, pero paradójicamente los docentes ganan poco y los chicos no aprenden. No hay lugar para la excusa ingenua de que no se puede porque no hay recursos. Plata hay, lo que está podrido es el sistema.

Subsidiar la demanda en vez de la oferta

La debacle tampoco es autóctona. La educación está en crisis en buena parte de Occidente y en países como Estados Unidos o Inglaterra proliferan las mismas postales. Tanto es así que el padre del liberalismo moderno, Milton Friedman, propuso hace muchos años una idea innovadora; si el Estado gasta, como ocurre en la Provincia de Buenos Aires, unos 30.000 pesos anuales por alumno, podría darles ese dinero a los padres, en vez de a las escuelas, para que cada uno elija a que colegio mandar a sus hijos, sin que importen tanto sus posibilidades económicas. No se trataría de una transferencia monetaria que pudiera dedicarse a otra cosa, sino de un voucher con utilidad acotada al ámbito escolar.

Así, si la familia es la que recibe los fondos inicialmente, las unidades educativas deberían competir por captar recursos con cada matrícula. Si, por ejemplo, en una institución faltan mucho los docentes, cada uno cobraría menos, porque los padres podrían cambiar sus hijos de colegio y llevarlos a aquellos que ostentan mayor presentismo. El director del colegio con maestros cumplidores tendría mucha plata para pagar mejores sueldos, al tiempo que el gestor de otro con más ausentismo perdería alumnos, quedándose con menos fondos para remunerar cargos.

De algún modo, financiar la demanda en lugar de subsidiar la oferta rompe, al menos en parte, la injusta lotería socioeconómica que hace que los chicos que nacieron en hogares más pobres queden atrapados en el sistema público por no poder pagarse la alternativa.

La propuesta no está exenta de críticas. El subsidio podría no alcanzar de todos modos para afrontar los gastos de un colegio privado o el establecimiento más cercano resultar físicamente muy lejano del barrio, para muchos. Pero mi objeción más fuerte tiene que ver con una investigación de la economista de la Universidad de Brown, Justine Hastings, quien demostró que los padres no tienen la menor idea de lo que ocurre dentro del aula y que terminan definiendo su elección más por la hotelería de la escuela que por factores pedagógicos comprobables.

Nuestro país no parece ser la excepción. Según las investigaciones del ex ministro Jaim Etcheverry, el 70% de los padres creen que la calidad educativa es mala, pero al mismo tiempo están satisfechos con la educación que reciben sus hijos. La confusión no es contradictoria; realmente resulta muy difícil incluso para quien evalúa resultados académicos con las más modernas técnicas econométricas, distinguir qué parte de la nota de un examen estandarizado se debe a la calidad de la escuela y qué parte depende de factores socioeconómicos del hogar. Aun cuando podamos aislar el efecto de la educación de los padres y separar la contribución de las posibilidades económicas de cada familia, ¿cómo sabemos que un colegio no presenta buenos rendimientos simplemente porque recibe en sus aulas a los alumnos con mayor potencial?

Y seamos honestos. Cuando una madre elige una escuela no está solo haciendo una inversión en capital humano para su hijo. No se remite a escoger entre las mejores opciones académicas, sino que también busca capital social, porque sabe que el conjunto de relaciones que el chico edificará durante su escolarización tendrán una tremenda influencia en sus posibilidades fuera de la escuela, ya sea en la universidad, en el mundo del trabajo o en el ámbito político o empresarial. Se habla mucho de la calidad educativa pero se ignora olímpicamente el problema del capital social, lo cual es preocupante si, como lo demuestran los estudios de los economistas Leonardo Gasparini y David Jaume, ambos del Centro de Estudios Distributivos Laborales y Sociales (CEDLAS), la segregación escolar aumentó entre un 30% y un 100% en nuestro país en los últimos años, porque eso quiere decir que los pobres van cada vez más con los pobres y los ricos cada vez más con los ricos, cristalizando una estructura social que pierde así cualquier posibilidad de movilidad.

Volver a la metáfora del guardapolvo blanco

Con los problemas que presenta la propuesta de vouchers, la única manera de garantizar igualdad de oportunidades y al mismo tiempo mejorar la calidad educativa, parece ser la de sortear todas las vacantes del sistema, independientemente de si la escuela es de gestión pública o privada y garantizando que el Estado financie a todos por igual.

Imaginemos un sistema en el que los padres eligen cinco potenciales destinos, señalando su orden de preferencia, de suerte tal que finalizada la inscripción se enfrentan en un sorteo todos los que eligen cada escuela como primera opción, y luego los que no entran en el primer orden aleatorio participan de un mecanismo similar para conseguir una vacante en su segunda opción y así sucesivamente hasta que se completan todos los cupos.

Para que el resultado académico de los chicos no dependa ni de la lotería del nacimiento que hoy prevalece, ni de la novedad de un bolillero, lo ideal sería también sortear a los docentes, con el mismo mecanismo, de manera de evitar que se estratifiquen los mejores en un lugar y los peores en otro.

Soy consciente de que esta idea tampoco es impermeable a los cuestionamientos, pero lograría democratizar de forma espectacular el capital social, al tiempo que ofrecería un experimento natural para probar la calidad de cada colegio.

Los vouchers y los sorteos son instrumentos; herramientas posibles que no agotan el debate. La alternativa es un statu quo nefasto que está hundiendo la calidad educativa y estratificando la sociedad haciéndonos más pobres, más subdesarrollados y más desiguales.