Entre las nuevas escuchas a Oscar Parrilli que se conocieron hace pocos días, emergió una perlita que pasó más desapercibida que la catarata de insultos que Cristina Fernandez de Kirchner le propinó a los industriales, pero que incluye información que aunque menos divertida, resulta mucho más interesante.

En un tramo de su conversación del 29 de junio del año pasado, la ex Presidenta dijo “Si la actividad economía se cae, no recaudas. Que mierda vas a hacer, viste. Ya tiene un tipo de cambio totalmente retrasado. Tendría que estar en 20 mangos el dólar. El dólar, para más o menos equiparar los costos internos, debería estar en $ 20”

La confesión la complica en primer lugar en el frente judicial, porque su Gobierno rifó dólar futuro a $10.50. Pero además la honestidad brutal de CFK resulta una especie de bumerang de la campaña del miedo. Uno se pregunta qué tipo de malabarismo puede lograr que la ex mandataria se despegue de sus propios dichos en una eventual campaña por el Senado Bonaerense, o peor aún, trabajando por su regreso en 2019. ¿Insistirá con que cree que el dólar tiene que estar a 20 o dirá que la tomaron fuera de contexto y negará rotundamente la devaluación que reclamaba a gritos en las escuchas?

¿ESTÁ REALMENTE ATRASADO EL DÓLAR?

Más allá de la anécdota de los audios, la verdad es que la inflación erosiona la competitividad de nuestra moneda, y si para fines del 2015 el dólar realmente salía quince pesos no es descabellado sostener que 34% de inflación mediante, la cotización el billete verde debiera haber estado en el vecindario de las veinte unidades de moneda local, hacia mediados del 2016.

Sin embargo, también es cierto que Brasil, el principal socio comercial de la Argentina apreció mucho su moneda en el último año. Un Dólar costaba 4,10 Reales en enero del 2016 y cuesta hoy tan solo 3,16. Esto quiere decir que aun cuando el dólar en nuestro país esté relativamente barato, en Brasil está regalado y por lo tanto nuestra moneda comparada con la carioca es más competitiva.

Por otro lado, el precio de las divisas está fijado por la oferta y la demanda, de manera que no puede hablarse estrictamente de “atraso cambiario”, en el mismo sentido que cuando su valor se fijaba arbitrariamente desde el banco central, sino en todo caso de “dólar barato”, que es una cosa distinta.

Cuando hay atraso la situación es insostenible e ineluctablemente, tarde o temprano, sobreviene una devaluación. Si en cambio estamos en presencia de un peso más fuerte esto puede deberse al fluido ingreso de divisas por el comercio, la inversión o, como en nuestro caso, por el financiamiento del déficit con deuda externa. Del otro lado del mostrador, una tasa de interés alta como política antinflacionaria tiene como consecuencia un dólar más barato

¿QUE CONVIENE MÁS?

Los que piden un dólar a 20 normalmente están pensando que de manera simultánea protegen a la industria que compite contra las importaciones, porque si el dólar sube resulta más caro para el consumidor comprar algo fabricado afuera y al mismo tiempo promueven las exportaciones porque cualquier cosa producida fronteras adentro en moneda local, queda más barata si se la convierte a moneda extranjera, cuando el cambio es muy costoso. Ambos efectos tienen un impacto positivo directo sobre el empleo en el sector transable de la economía.

El aspecto negativo es que, si se devalúa, la capacidad de compra de los salarios que se pagan en pesos, obviamente cae, por lo que los trabajadores que ya tienen empleo terminan perdiendo. Digámoslo en castellano; dólar más caro implica salarios reales más bajos. Además, tampoco resulta sostenible mantener un dólar alto de manera artificial, porque ante la competencia externa más cara los precios internos se disparan y la inflación se come la competitividad de la moneda, como ocurrió entre 2006 y 2011.

Parece natural entonces que los Gobiernos tengan una mayor predilección por el dólar barato, puesto que de ese modo se maximiza la potencia de los salarios. El problema es que, como ocurre con cualquier precio, si se fuerza por debajo de su valor de equilibrio generará un exceso de demanda de bienes con precios dolarizados, como autos, electrodomésticos, viajes y celulares, al mismo tiempo que restará incentivos para la generación genuina de dólares por la vía de las exportaciones. El resultado es que la economía se queda sin dólares abriendo las puertas a la devaluación.

El equilibrio, entonces, está en un lugar intermedio, pero para llegar a un dólar competitivo sin la intervención del Banco Central es preciso eliminar primero el déficit fiscal, puesto que el aumento de la deuda externa pincha el precio de las divisas.

Sin déficit la economía puede abrirse al mundo de suerte tal que sea la propia demanda de importaciones la que se encargue de hacer subir el precio del dólar todo lo necesario para proteger a la industria nacional, de manera automática y no discrecional. Australia viene aplicando este modelo hace más de veinte años y tan mal no les va.